jueves, 20 de junio de 2013

I. UNA NOCHE EN PARIS EN 1653



Mil seiscientos cincuenta y tres y las habituales calderas de Pedro Botero, las noches extraviaban el sosiego en medio de sombras desplazándose al crepúsculo, habitual cobijo de infortunados, de aquellos que yacen bajo las guerras y el hambre, donde se vuelven en  pequeñas proyecciones de la oscuridad, sigilosas y ávidas de justicia, olvidando el pudor y convirtiéndose en fieras agrestes en pos de sobrevivir en un mundo arrebatado.  Hoy como antes la escena parecía ser invariable, aquellas sombras escudriñaban la existencia de la esperanza, acogidos por las tinieblas de la noche, se desplazaban como sigilosos cazadores al acecho, más pronto el relincho asustadizo y la carroza quedan en medio de la aglomeración, los caballos tirando la carroza comienzan una lid por avanzar entre la multitud.  Un espectro surge de entre el gentío, una extraña mirada audaz que lleva el azul del día en la figura de la noche, con ágiles movimientos se lanza con gran prontitud sobre la carroza, el acero brilla en sus manos, los demás sin comprender los oscuros motivos de su joven adalid, se arrojan sobre la carroza formando una marea humana, el cochero detiene la marcha sin poder proseguir. Una escena del león herido a merced de hormigas carnívoras. 
De improviso el ruido de los cascos de un caballo acercándose generan murmullos, las miradas azoradas se encuentran con el semblante de un guardia de su majestad montado en un soberbio caballo de crines rubias, la explosión de su mosquete se pierde en medio del firmamento, el silencio se trasciende alrededor, continua su marcha hacía la carroza, los murmullos retornan pero sin inmutarse se abre paso entre la multitud, su presencia encierra una serenidad casi misteriosa, su caballo se desplaza con nerviosismo entre la muchedumbre pero el jinete continua impávido observando con recelo a su alrededor, un recelo casi furibundo que a momentos se entremezcla con piedad.

-          ¡Apartaos del paso! – advirtió al fin con voz autoritaria y prosiguió – ¿Qué?  ¿Acaso queréis ser arrollados? 
La gente algo desconcertada entre empellones y gritos, algunos de protesta otros de temor, se arremolinaban sobre aquel guardia sin llegar a rozarlo siquiera, rumores se oían por lo bajo y algo confusos algunos iban cediendo paso al jinete quien se imponía delante de la carroza como un muro infranqueable que inculcaba un extraño miedo en sus corazones.  El acero en mano es oculto con presteza por aquel joven líder, que a principios se había lanzado sobre el coche, su mirada de furia se encuentra con la del guardia, y pronto al resguardo de la multitud aquel extraño adalid se sumerge en la misma oscuridad en la que apareció.  Detrás del jinete surgen un grupo de guardias de caballería, armados dispuestos a abalanzarse sobre la masa, predispuestos a enfrentar a la muerte, la noche los hace ver amenazadores, sus rostros se desdibujan debajo de las sombras de la noche. Uno de ellos se acerca respetuosamente al jinete, aun entre las luces grisas de la luna se distingue el rostro moreno con una cicatriz marcada en el rostro y la mirada aciaga, toma la carabina y apunta hacia la multitud.  
-          ¡No disparéis!  - advierte el primer jinete a los demás guardias, el hombre de la cicatriz  lo mira y acalla su ira, en contra de su costumbre – solo dispersad a la multitud, por hoy es bastante matanza.
-          Capitán Dumont, la disposición es explícita, proteger esta carroza y su ocupante... – replica el hombre.
-          ¡No me competen vuestras órdenes!  Yo soy quien dispone aquí y vos os sujetáis a mis órdenes...
-          ¡Capitán!  Debo recordaros que la consigna de M. Dubois es...
-          Mis órdenes teniente Malrien, son... – agregó, con hastío sometido, el capitán – que  escoltéis esta carroza a su destino y luego  retornéis a palacio – el caballo hizo un molinete muestra de impaciencia y pavor a la muchedumbre mas el capitán logró tranquilizar los ánimos del noble animal.  El teniente hallándose afrentado lanzó una  mirada de enojo sobre aquel quien le había humillado pero rápidamente la escondió bajando la cabeza y tomando de las bridas de su caballo procedió a seguir las órdenes de su capitán.

El tumulto empezaba a desaparecer entre las calles sombrías, tal como había aparecido.  El capitán se acerco a la carroza, el cochero al observar que se le acercaba se inclinó respetuosamente.

-          Os agradezco capitán Dumont – expresó el hombre con un tono que hacía notar que conocía bien al capitán – Aquellos miserables se disponían a desvalijar esta carroza y agredir al caballero de Herblay.
-          ¡¿El caballero de Herblay?! – interrogó con sorpresa dominada - ¿En Paris?
-          Si capitán, es a quien conduzco.
-          ¡Ah! ¡Continuad la marcha Dante! ¿O esperáis por ventura que llegue caminando? – exclamó una voz impaciente que provenía del interior de la carroza, y una cabeza con expresión serena se asomó para observar lo que sucedía se encontró con la mirada del capitán Dumont-  agradezco vuestro servicio pero debo continuar mi camino...
-          Tenéis la memoria frágil... Aramis.  ¿El tiempo me desvanece de entre vuestros recuerdos?

Miró al capitán con asombro y explorando sus recuerdos encontró para su sorpresa en aquel hombre al niño que había dejado de ver en mucho tiempo.  Tal vez porque el aspecto risueño y feliz había cambiado, tornándose en agridulce y hasta melancólico.
-          ¡¿Francis?! – se lamentó meneando la cabeza
-          Veis señor, mis recuerdos de vos perviven, y en cambio vuestra persona me entierra al paso del tiempo.
-          ¡No Francis! Marcho con las ataduras del deber y después de este brete sumamente contrariado con la muchedumbre, hostigado como si fuera ejecutor de los reveses de la nación... ¡Pero no! No he olvidado ninguna vivencia pasada, simplemente que el tiempo os ha transformado en otro, mi memoria recuerda al niño que penosamente logro reconocer en vos.  Mas permitidme veros de otra forma, en otro lugar... - los ojos de Aramis irradiaron de júbilo, por un segundo, siendo que raras ocasiones se veía en él ese tipo de reacciones – donde no se alcen compromisos, ni multitudes entorpezcan esta venturosa casualidad.
-          La casa de mi protector, bien la conocéis, buscadme mañana al mediodía.
-          Convenido entonces – a la seña dada por Aramis el cochero partió a galope llevándose a la tropa como escolta y dejando tras de sí al capitán Dumont.

El lugar había quedado desierto, en menos el capitán reflejaba un abatido semblante que al sólo chillido de impaciencia del caballo desapareció tan fugaz como había surgido,  sacudiendo la cabeza como reflexionando sus ideas metió espuelas y galopó con diligencia por el lado contrario de la calle por la que había partido la carroza.  En el ínterin reflexionaba sobre lo sucedido, dejando de lado aquel encuentro empezó a preocuparse por lo sucedido con el teniente Malrien, muy tarde caía en reparo de las humillaciones hechas delante de los soldados.  Malrien era un hombre a quien debía temerse más que respetarse, el viejo teniente recordaba su posición frente a su capitán, pero eso no le detenía a urdir planes de desagravio a las afrentas sufridas.

Y aquel extraño capitán que aún contaba con veintiún años, llamado Jean Francis Dumont, ostentando un titulo, el de vizconde de Richemont, se había granjeado una buena posición en la Guardia Real de su majestad, un hombre aún niño con un carácter muy perspicaz, que desconcertaba a cualquier persona que considerara conocerlo.  Poseía una gran autoridad sobre sí mismo y en muchas ocasiones como la de esa noche se imponía sobre la gente, por ello sus compañeros se departían sus respetos hacia el valiente con sus miedos hacia el desvariado.  Todavía no existía persona que conociese su alma ya que muy poco podía saberse de su temperamento tan flexible a cada situación que se le presentara, no importa el ánimo en que se encontrase.  Aunque en alguna ocasión en medio de aquellos abatidos que se arremolinaban creando conflicto, sus ojos se transformaban y adquirían un brillo de conmiseración que confundía a propios y extraños, llegando al extremo de tener a un infeliz al alcance de su espada y dejarlo partir, rebatiendo órdenes.

Hacia el año que comienza este relato, la Francia había cambiado por todo el movimiento antimonárquico que representaba la Fronda, muy lejos estaban las épocas de Luis XIII, donde el epicentro de los conflictos estaba lejos de Paris, ahora los disturbios reinaban y la paz no existía.  La guardia del rey antes sólo en palacio y reducida a un grupo menor de escoltas instalada en el frontis de la construcción, había crecido en número y sentido de la necesidad, terminando por las calles en patrullas con otras guarniciones como lo eran los mosqueteros, pero todo ello lo explicaremos mejor más adelante.

Así Francis, que era como llamaban al capitán sus amigos, sumergido en sus reflexiones arribó a las puertas del palacio, eran las diez de la noche y todo parecía en calma, presumiendo que el teniente Malrien habría olvidado el asunto, se desplazó sin reparos en nadie por el pasillo hacia a su estancia.  Ensimismado con el encuentro con Aramis, con recuerdos que se violentaban dentro de sí, espejos del pasado sellados en un tiempo parecían retornar.
-          Después de años de ausencia – murmuraba para sí – de la misma ausencia de Artagnan.  ¡Ah!  Sin duda el destino es inflexible – sonrió de manera apesadumbrada – mis dos tutores deberán volver a ponerse en mi camino - entonces una voz lo sacó de sus meditaciones.
-          ¡Francis!  ¡Desgraciado amigo! – exclamó otro guardia como él, quien tenía en la voz una expresión de aquel quien trae malas noticias.
-          Lumiere ¿Qué sucede?, ¿Alguna beligerancia inminente sobre Francia? – le dijo en tono irónico
-          Poco más o menos
-          Explicaos Lumiere, que hoy no tengo el estoicismo necesario para vuestros acertijos
-          ¡He aquí el meollo de la situación! – inició tomando amigablemente del hombro a su amigo -  M. Dubois os aguarda sin duda con la orden para decapitaros o en el mejor de los casos enviaros a La Bastilla, confiad en lo que os digo, yo que he sido espectador de cómo os ha hecho convocar y que os tiene bien esperado por medio regimiento, como veis esto es muy gravísimo.
-          ¿Por qué?
-          ¡¿Por qué?! Me pasmáis con esa frialdad.  Mas como sois amigo aparentaré no advertir vuestra indiferencia haré caso al instinto...  ¿Sabéis por qué Malrien entró al despacho de M. Dubois?... Si vos no discernís yo si, yo que conozco a esa ave negra de mal augurio.
-          No hay necesidad de elevar la voz Lumiere,  a menos que anheléis que os atraviesen el pellejo o que os arresten por insubordinación... Lumiere sois cabo y él teniente
-          ¿Y qué?  Además me estimáis menos de lo que yo os valoro, ¿Os figuráis que me quedare encogido esperando que Malrien me atraviese?  Y si se dispone cautelosamente que se me arreste, sea, yo no me escabulliré, si por verdades he de pagar las consecuencias...
-          No desestiméis a Malrien, ser teniente es de valía.
-          ¡Un grado por antigüedad!
-          ¡Bah!.   Razonar con vos es discutir con una roca, os dejo... discutid vos solo, yo voy a percatarme en que historia asisto, además presumo lo que me espera.
-          Luchad y salid victorioso amigo mío, yo os ofrecería mi ayuda... pero conociendo a M. Dubois...

Lumiere abarcaba la significación de M. Dubois, un hombre que semejante a M. Artagnan, capitán de mosqueteros, se había abierto camino por sí solo, ganándose el respeto de sus soldados con cada batalla hombro con hombro, siendo finalmente un líder admirado, y de ser un hombre pobre a uno menos pobre, ya que un hombre grande es como Aquiles casi invencible y con un punto vulnerable, esa vulnerabilidad, para M. Dubois, era la afición por invertir su fortuna en hacerse el hombre con las mejores caballerizas del reino, incluso de las caballerizas del rey, esta debilidad por obtener hermosos y nobles animales le hacía ofrecer exorbitantes sumas de dinero. Se podría decir que era un hombre casi feliz, con casi todo, lo único que en aquellas épocas le hacía falta era una yegua azabache, tan hermosa a la vista que quedó sorprendido a la primera ocasión que la observó y ofreció el oro y el moro pero el dueño, un militar reconocido de su majestad,  jamás la vendió.  Después de la resignación, se propuso olvidar el asunto, hasta que un día, paseando por las caballerizas del regimiento se encontró con la misma yegua, en poder de uno de sus subordinados, un guardia que hasta aquel día había pasado desapercibido por él. Aquel guardia era el capitán Dumont.

Dichoso e ignorante de la situación M. Dubois, buscó informes sobre la vida de Francis y cayó en cuenta que sólo conocía las referencias que el capitán de mosqueteros M. Artagnan, mosquetero muy respetado por aquellas épocas y conocido suyo, le había proporcionado y lo cual siempre le había bastado, por tal considero que Francis debía ser un pobre guardia como los que había visto y que la tentativa por obtener su capricho se realizaría, pensada de esta manera la situación le ofreció una suma de dinero para comprarle el animal, mas el capitán se excusó por rechazar tal negocio y alegó que la yegua era un regalo familiar que no podía vender.  Contrariado pero sorprendido llegó a comprender que aquel militar, que jamás quiso vender la yegua, era el protector de su capitán.  Por entonces la mayoría de los nobles, como lo era el militar aquel, enviaban a sus protegidos, a sus hijos, a campañas de gran envergadura que resaltasen el hecho de que eran descendientes o protegidos, y encontrar a alguien de ese rango social siendo un simple guardia era inusual, al menos de la opinión de M. Dubois.

A los cuarenta y ocho Edmond Dubois capitán general de la guardia de su majestad aun conservaba todo el aspecto del mitológico Atlas, perpetuamente con el mundo sobre sus espaldas. Constantemente ocupado había delegado la autoridad en un inicio en el teniente Malrien, pero sus constantes infracciones y borracheras continuas habían hecho que se fijase en el joven Dumont, por ese tiempo con el grado de teniente, quien todo lo contrario al anterior siempre cumplía el servicio a la milicia con disciplina  y prontitud; sin embargo,  M.  Dubois continuaba intrigado por aquel carácter bravío y misterioso que rodeaba al joven.

M. Dubois era el inmediato superior de Francis, de cierta manera amaba más a  Malrien por haber sido el leal compañero de batallas en el pasado, pero Francis ostentaba a su favor, la mayoría de las ocasiones, ser tan eficaz  que M. Dubois no necesitaba explicar detalles de la situación, Francis comprendía tan bien a  M. Dubois en aspectos militares que finalmente se hizo indispensable, además si alguna duda asediaba a M. Dubois por el raro carácter del joven militar, prontamente se despejaba por las buenas referencias que le había dado M. Artagnan, un caballero a quien no se podía refutar su verdad.

Al llegar a la puerta, Francis, pensó en retroceder pero una voz le llamó con impaciencia desde adentro.  Entró a la sala de la cual provenía la voz, en el interior, detrás de un gran escritorio, un hombre entrecano con la mirada irascible y la impaciencia expresada en el movimiento de sus manos, lo esperaba.

-          ¡Hasta que por fin!  ¿Paris tiene calles que os resultan complejas capitán Dumont?
-          Ruego me excuse M. Dubois, ya sé lo que os tiene malhumorado.
-          ¿Por ventura?  Entonces, explicadme si soy acaso un retrato al que nadie escucha. ¿Por qué desacatasteis la consigna?  Las órdenes eran disparar a matar para proteger  y resguardar la carroza, pero por buena sombra para vos no hay pérdidas que debamos lamentar.
-          M. Dubois  ¿Existe queja alguna?  No sé de que se me pueda acusar, los fines para los cuales fui enviado están cumplidos.  Vos sabéis que soy meticuloso con las órdenes y metódico con vuestras disposiciones. Si me decís lanzaos sobre el enemigo, aunque fuesen cien contra mí, yo obedezco sin excusas ni objeciones, porque conozco que tenéis vuestras razones, pero también sé, que más allá de las palabras y escritos de rutina, M.  Dubois procedería conforme vuestro corazón os lo impusiese.
-          ¡Pardiez! ¡¿Ahora apelareis a mi corazón?! – exclamó con un malhumor que se veía crecer – podéis acaso explicarme, como supuestamente, os habría ordenado con el corazón.
-          Una mañana hace años, un niño con hambre y cansancio, en medio del caos, vio como la locura humana puede sobrepasar los limites de lo aceptable, como la mezcla del hambre con el odio pueden transformar a personas en animales, destruyendo a sus semejantes, y también vi como la piedad de una persona puede calmar los ánimos más exacerbados, ese hombre erais vos que contuvo a la gente con solo palabras y un poco de piedad.  No se necesitaron de soldados, ni de muertes inútiles.  Solo vuestra persona.  Hoy solo hice lo que su corazón le hubiera mandado hacer, si eso es lo que os molesta y no es de vuestro agrado mi proceder, vos sois quien manda sobre mí y podéis dictaminar el fin que tendrá mi desobediencia.

Al oír las palabras de Francis, M. Dubois se apaciguaba, como la tormenta que se dispersa al soplar el viento.  Francis se había jugado el todo por el todo, uso la más servil condición sin jamás arrepentirse de su proceder.  Una actitud parecida a la que M. Artagnan, uno de sus tutores, solía tener frente a situaciones complejas donde el mostrarse sumiso y humilde sosegaba los ánimos más exaltados; pero en su mirada llena de orgullo y su apariencia tan contraria a sus palabras, se asomaba la sombra de M. Aramis a quien le debía esa actitud desafiante que jamás se opacaba pero al mismo tiempo carecía de liviandad.  Así lo entendió M. Dubois, vio insulso ya luchar por una causa que le había sido ganada de una forma tan estratégica, dio unos pasos alrededor del sillón y ya nuevamente detrás del escritorio, miró a Francis, quien firme como una escultura de piedra esperaba alguna orden,  M. Dubois sosegado solo dijo:

-          En tres días saldréis a Rouen, elegid vuestra compañía,  tengo una gestión para vos.  Hasta entonces podéis retiraros.

Francis calló entendió la muda victoria y con un respetuoso saludo dio la vuelta sobre sus talones y caminó sin detenerse hasta salir de la habitación.  La vereda que alumbrada por la luz de una luna, ya despejada, le hacían observar al frente una construcción, destinada a alojar a una gran parte de la Guardia Real.  Una especie de cuarteles más parecidos a laberintos interminables donde cualquiera podría perderse, incluso la primera vez Francis se descaminó, perdido en la maraña de pasillos del lugar; paradójicamente aquella ocasión Malrien, siendo teniente y él aún cadete, fue quien le impuso el castigo por la falta.

Aquella construcción constaba de un piso inferior, muy amplio, para los cadetes y oficiales de grado menor, y un piso superior, destinado a todo los oficiales de grados superiores o de algún privilegio en particular.  Francis estaba en este último, caminando por la vereda y de frente subiendo por unas amplias escalinatas.  Al llegar al piso superior descubrió a Lumiere apoyado en una de las columnas del pasillo, frente a su habitación, aburrido y bostezando hasta no poder más, al verlo aparecer rió triunfante.

-          ¡Diantres!  Si vislumbrara como hacéis para evitar los castigos de M. Dubois, seguramente me libraría de pasar muchos malos ratos.
-          Mi bien estimado Lumiere, si vos fueseis menos espectacular con vuestros asuntos, aseguro que os iría mejor, y finalmente yo solo aclaro ciertos comentarios faltados de verdad que se dispersan por aquí.
-          Porque no lo expresáis abiertamente... Los comentarios venenosos de cierta sierpe que lastimosamente habita a vuestro lado – exclamó mirando a la habitación que Malrien ocupaba al lado de Francis.
-          No alcéis la voz, y si no queréis hacerlo por vos, hacedlo por mí, ya tengo muchos problemas con Malrien, procuro, al menos, tres días de paz antes de marchar
-          ¿Adonde os dirigís?
-          Adonde nos dirigimos, porque vos me seguís
-          Ah! Entonces ¿Adonde nos dirigimos?
-          Todo a su tiempo, empero averiguad si Moissette y Montespierre regresaron de Calais, para que informe a M. Dubois.
-          ¿Y Baltimore?
-          No, soy mal visto por su capitán, ¿A menos que vos hagáis la solicitud?
-          ¿Yo?  ¡No!  Los mosqueteros siempre van de malas conmigo, al único que trato es a Baltimore
-          Entonces mejor evita el hablar de ello con Baltimore.  ¡Chitón!
-          ¡Cómo!  ¿Dudáis de mi silencio?
-          Os estimo tanto, mas eso no olvida vuestros defectos. Ahora perdonad pero... si vos no estáis extenuado, yo sí.  He tenido una noche muy atestada de alborotos.
-          Bien en tal caso que tengáis buena noche capitán Dumont. – agregó en un tono chancero, que solía usar para despedirse las noches que descubría a su amigo con el rostro serio y la voz templada
-          Soldado – respondió burlescamente con un tono de mando para con el amigo, y se alejaron, el uno entre los privilegiados y el otro en los no tan privilegiados.

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