En 1632 la Francia, estaba en plena
etapa de cambio, un año antes el cardenal Richelieu subvencionaba la marcha de
Alemania por el defensor de la causa luterana Gustavo II Adolfo, rey de Suecia,
quien luego usaría tropas francesas en parte de la guerra de los treinta
años, mientras que internamente Francia
experimentaba una crisis, era, tal vez, los inicios de lo que mas tarde sería
llamada la
Fronda. Dentro de
estas crisis internas la gente más pobre era azotada por el hambre, sus hijos
mandados a una guerra de territorialidad de la cual muchos no volvían, ese era
el mundo donde el capitán Dumont nació.
Pasado el noveno
mes de ese mismo año en un pueblo cercano a la ciudad de Paris, llamado
Ashierese, apareció un día un carruaje elegante a las puertas de una posada,
una dama de elegante pidió hablar con los dueños de la posada, una pareja de
esposos que atendía el lugar se le presentaron prontos a ofrecer servicio a tan
ilustre dama.
-
Oíd bien que necesito vuestros
servicios, os aseguro que seréis bien recompensados – dijo mirando las
expresivas miradas de ambos personajes
-
¿Decid señora?
-
Os dejare este niño a vuestro
cuidado – y señalo a la mujer que iba detrás de ella con un infante en los
brazos, la dama tomo al niño, que hasta entonces era cuidado por su aya.
-
¿Qué debemos hacer con él?
-
Yo enviare dinero, el suficiente
para ustedes y para él, no preguntéis el porque, tampoco lo comentéis, si
alguien pregunta, decid que el niño es vuestra familia y yo regresare por el
dentro de cinco años. ¡Pero cuidad que
nada le pase! ¡Mirad que lo pagaréis con vuestra vida!
-
Señora habrás de saber que somos
buenos servidores, leales, y procuraremos cumplir vuestras órdenes
-
Tomad – y entrego al niño en los
brazos toscos de aquella mujer
Y subiendo al
carruaje, la dama observó por la ventanilla al niño, temiendo arrepentirse
ordenó al cochero partir.
La pareja de posaderos,
hizo lo que aquella dama les había ordenado, y viendo el dinero no hablaron
demás, a pesar de que cada día que pasaba, se notaba en el pequeño los tintes
de realeza que llevaba en la sangre.
Pero sucedió que en
mayo de 1635 Francia, aun con el cardenal Richelieu al frente, declaró la
guerra a España, desde ese instante el dinero mandado antes con puntualidad,
fue llegando más irregularmente cada vez, hasta que después de tres meses ya no
hubo más dinero, sólo dos cartas, una para la pareja de posaderos y otra para
aquel desdichado infante, a quien al parecer era alejada por la guerra.
Los posaderos
sorprendidos por esta misiva, la abrieron y dentro de ella las letras dibujadas
con apuro de la dama quien tres años atrás les dejara al niño, la cual decía
La guerra me aleja del niño al cual os
dejé, esta carta, si llega, es el último auxilio que le puedo ofrecer.
Suplico una última caridad a ese
niño. Comprendo que sois pobres y que no
podréis cuidarlo, id a Paris y buscad al padre Vicente, en la iglesia de
Vanves, entregad al niño y decidle que una madre desesperada os lo manda, le
dejareis con la otra carta.
Si mis palabras ofendieron en alguna
ocasión, olvidadlas por misericordia a ese niño, no lo abandonéis a su suerte
Aquella pareja sin
hijos propios vieron en el pequeño al primogénito que jamás habían tenido pero
con mucha pena a causa de la carencia del dinero tomaron al niño y aun con
pesar lo llevaron a Paris; como se los indicaba la carta rumbo a la iglesia de Vanves, buscaron al padre Vicente mas
un padre sesentón llamado Lazaro, lo había sustituido, ellos sin saber que
decidir explicaron los motivos por los cuales venían a buscarlo, el padre
desconfiado en principio les señaló:
-
¿En verdad no me engañáis?
Abandonar a un niño es una simonía imperdonable.
-
Líbreme de tal falta el cielo –
expresó con sobresalto la mujer, mientras se santiguaba – hemos traído la carta
de la señora como prueba y otra que no hemos abierto, y en este saco le traemos
la ropa con la que el niño nos fue dejado.
Además si fuera nuestro, jamás le abandonaríamos pues no tenemos hijos
mas la pobreza no nos deja retenerlo junto a nosotros pues moriría de hambre.
-
Oigo sinceridad en tus palabras,
dejadme entonces al niño, os prometo cuidarlo, si bien este clérigo que hoy
veis no es rico al menos no le faltara educación y alimento.
-
Padre – agregó el hombre que
permaneció en silencio hasta entonces – Esta cruz con la que no puedo quedarme,
no sabiendo qué es de este pobre infeliz, que quien sabe si volverá a ver a su
madre, ella la envió con la última carta – sacó una pequeña cruz de plata, la cual presentó al padre – detrás
de la cruz hay unas iniciales, espero que vos le entreguéis cuando sea adecuado
entregársela, si es que la madre no viene a recogerlo pronto, tal vez el hijo
pueda ir a buscarla.
Recibió al infante
en brazos, un niño de casi tres años, que extendía los brazos hacía la tosca
mujer, como pidiendo que no le dejara, ella contenía las lagrimas mientras se
despedía.
-
¿Cómo lo habéis llamado? –
preguntó el padre Lazaro – bajo algún nombre debisteis bautizarlo.
-
Tenía una medalla con las
iniciales J.F., como la señora no nos ha mencionado su nombre, le hemos hecho
bautizar como Jean Francis – respondió la mujer
-
¿Y qué ha sido de tal medalla?
-
La hemos vendido a un caballero,
para poder venir a Paris, ya que no teníamos medio por el cual llegar
Luego ellos
marcharon y el niño en medio de su amargura contenía las lágrimas como si se
resignarse a ser abandonado nuevamente.
Ya solos, el padre llevó al niño a su habitación y buscando en el saco
encontró entre las ropas del infante una hoja que parecía desgarrada de un
libro, escrita hasta la mitad con letra elegante.
Hoy 5 de septiembre del año 1632, el
día que nuestro Señor me ha otorgado el regalo más preciado, tu existencia,
percibo en la luz de tu mirada la lejana sombra de tu padre, él ya ha partido,
y tú has quedado. Aun no sé porque
acepto que os alejen de mi, más en cambio entiendo que lejos estas en libertad
de vivir, algo que a mi lado se te podría negar. Tal vez jamás llegarás a comprender esta
decisión, me alejo, sí en presencia mas
no en pensamiento...
No existía firma,
ni sello, pero en la segunda carta si lo había, y no se atrevió a violar el
secreto que guardaba, y que sólo aquel niño tenía derecho a hacerlo.
En el año de 1638,
la noche del 5 de septiembre cuando Jean
Francis cumplía seis años, se dio la noticia de que la reina Ana de Austria
había dado a Francia el Heredero de la corona, un hijo varón el cual pudiese suceder
a la corona cuando faltare Luis XIII. El
padre Lazaro enterado de la noticia y con el bullicio en las calles de Paris,
se dirigió presuroso a la cama de Jean Francis, quien dormía placidamente a
pesar del ruido que provocaba el alborozo de la gente
-
Observad como duerme este inocente
ajeno a que tiene nuevo rey.
Alumbro su rostro con la pálida luz de una vela, pero
el sueño de los inocentes es tan profundo, tan sereno que no despertó.
Pero pasado el
alborozo, todo volvió a la normalidad, la guerra continuaba y en el frente de
lucha la noticia era un aire fresco para los soldados que exponían su vida,
ahora con la certeza de un nuevo porvenir con un futuro rey, una guerra más de
territorialidad, donde eran los soberanos quienes movían a su gente como piezas
de ajedrez prontas a ganar o perder.
Y como la guerra,
también la vida, no todo permanece en un orden inquebrantable es así que el
invierno de 1640 el padre Lazaro dejaba este mundo, quedándose Francis en la
completa soledad, con un nuevo padre en la iglesia, el cual pasadas dos semanas
del entierro del padre Lazaro, hecho a Francis a la calle, alegando:
-
Este no es un hospicio para
indigentes y huérfanos, un niño de tu edad deberá valerse por si mismo
Aunque tenía ocho
años, Francis poseía un carácter muy rebelde, orgulloso y sin necesidad de
pedir nunca jamás tomó las pocas cosas que conservaba, entre ellas la carta y
la cruz, que el padre Lazaro le había entregado antes de morir; pero al salir
el nuevo párroco tomo de los hombros a Francis y revisando las cosas que
llevaba encontró la cruz de plata, como la avaricia humana es tan grande pensó
en quedársela y arrojó a Francis a la calle.
-
¡Y da gracias que no te acuso con
la guardia de ser un ladrón!
-
¡Devolvedme mi cruz! – gritaba
Francis, quien luchaba vanamente por quitársela, pero siendo un niño enjuto y
sin fuerzas para oponerse a un cuerpo tan inmenso como lo era aquel padre
regordete y casi por completo calvo
-
¡De donde un huérfano podría ser
dueño de una cruz de plata!, ¡Patricio! ¡Patricio! - gritaba al capellán de la iglesia – echad a
este pequeño ladronzuelo, antes que mi generosidad se pierda y llame a la
guardia
-
Pero su ilustrísima, es sólo un
niño
-
He dicho.
El padre entro
dentro de la iglesia, y Francis vio que se llevaba la cruz, trato de correr
para recuperar la cruz, símbolo perdido de una vida pasada, pero el piadoso
capellán lo tomó por la cintura y lo levantó, a pesar de los intentos de
liberarse de Francis, lo llevó lejos de la iglesia, Francis al ver perdida tan
preciada prenda se prorrumpió en lagrimas las quejas que no salían de dentro
suyo, entonces Patricio le liberó y trato de consolarlo
-
Si tuviese una casa que ofreceros,
os llevaría, pero no la tengo, ni siquiera una familia, vivo en la iglesia como
sabéis y no tengo nada que ofrecer, tomad vuestras cosas e idos tan lejos como
podáis de aquí, si el padre Bourenfly os ve, puede que cumpla su palabra y
llame a la guardia, mejor estar libre que ser un niño dentro de las mazmorras
con gente insana que os lacraría vuestra vida.
Tomad - y saco unas monedas de su
bolsillo – es todo lo que poseo, pero al menos no pasareis hambre por un tiempo
– y sacándose la bufanda que llevaba se la paso por el cuello y con un abrazo
despidió a aquel a quien ya no podía ayudar – no olvidéis jamás todo lo que el
padre Lazaro os ha enseñado y perdonad no poder hacer más.
Para no sentir mas
culpabilidad de la que sentía dejo al niño atrás y se alejó corriendo, tal vez
para no apesadumbrarse.
Pero los inviernos
son duros y las pocas monedas desaparecieron como el calor en pleno invierno,
para un niño de ocho años jamás enfrentado con la vida de esta manera, fueron
los primeros aires fríos que más lo asustaron y se vio de cara con los
indigentes, con lisiados que la guerra iba dejando. Toda el hambre del pueblo
crecía y los enfrentamientos de gente en las plazas por comida eran como
observar a una jauría de leones destruyéndose entre si para obtener parte de un
botín, que al final no era casi nada, dentro de su soledad y el miedo que
sentía vio la carta a la que jamás sintió necesidad de leer, una esperanza era
lo que hizo romper el sello y leer la carta, para después derramar más
lagrimas, consecuencia de la rabia, de no haber encontrado nada útil, tiró la
carta al piso y con la violencia del huérfano abandonado que era, la piso una
tras otra vez, para luego recogerla y usarla para secar sus lagrimas,
doblándola luego y guardándola con cuidado, como si esperase aun que algún día
le sirviese.
Días enteros
caminando, buscando la piedad de la gente, pero los ricos siempre son más ricos
cuando la pobreza de los pobres crece más, la comida que echaban de palacio era
la disputa de las noches pero era un niño débil para pelear. Dentro de su sangre existía algo que le
volvía tan orgulloso que no mendigaba, pero después una semana de comer y sin
otra opción que hacerlo, se acerco caminado a la catedral de Notre Dame, donde
solían asistir a la misa gente de noble posición social, con dinero; pero los
guardias que custodiaban las puertas no dejaron que pasara, sin fuerzas para
luchar se sentó oculto detrás de las graderías, con la esperanza de que al
salir alguien le echara una moneda.
Después de media
hora fue reuniéndose gente, como si algo fuese a pasar, Francis observó la
plaza antes vacía, ahora llena de aquellos que como él, tenían hambre y de esta
pequeña aglomeración salió un grito
-
¡Mueran los burgueses! ¡Mueran los
cortesanos!
-
¡El pueblo muere mientras ellos
viven! – agregó otra voz
Los murmullos
crecían y la gente se iba arremolinando sobre la catedral, como un estallido de
protestas, los guardias mosquetes y armas en mano se preparaban a defenderse,
Francis creyó que iba a terminar en medio de la revuelta, entonces comenzó una
especie de lucha entre unos que deseaban ingresar a la catedral y otros que se
oponían a ello, comenzaban a caer heridos de los dos bandos, pero
sorpresivamente el galope de un caballo y la voz de un hombre contuvo a la
gente
-
¡Deteneos! –exclamó con viva voz
-
Por que hemos de detenernos,
cuando nos veis morir, al menos moriremos luchando
-
Una lucha entre franceses, no es
lo que necesitamos, pensad en vuestros hijos y vuestras familias, luchando al
frente, muriendo pensando en la paz de vosotros, dejareis que mueran
inútilmente, ¿Moriréis por un poco de pan?
-
¡Nos morimos! ¡Que nos importa lo
demás! ¡Tenemos hambre!
-
Eso no puedo arreglarlo yo, las
provisiones van al frente, si queréis comida entonces pedidla, pero vuestros
hijos serán quienes mueran de hambre en el frente de batalla
-
¡Y vos quien os creéis para
deteneros! – gritó una mujer
-
Soy el cabo Edmond Dubois, guardia
al servicio de su majestad, y juro que si alguien se atreve a profanar este
sagrado suelo he de atravesarle con mi espada, tened un poco de respeto para
con la iglesia. Sin en algo teméis el
profanar esta casa santa, retiraos.
Parecía tener algo
de efecto las palabras dichas por aquel, si bien la gente tenía hambre, tenía
más miedo de lo divino, y por ello algunos se retiraron mientras que otros lo
hicieron por miedo a la figura de ese cabo, quien no se movía de la puerta de
la catedral.
Así paso aquella
jornada, pero todo lo sucedido apaciguo los ánimos de la gente por algunos
días; hasta entonces Francis había
vagado por la ciudad en busca de algo que comer, pero la empresa se le hacía
mas difícil, por el aspecto que había tomado a lo largo de las semanas que
había pasado en la calle, sucio, con la ropa gastada y vieja, ya sólo inspiraba
el desprecio de cualquier dama o caballero que pasara, insultándolo y
tratándolo de ladrón.
Se vio en la
necesidad de juntarse a niños, que como él buscaban su propia subsistencia
solos, le enseñaron a ser la cencerro del grupo, solía gritar o hacer alguna
cosa para avisar del peligro a los otros, quienes expertamente lograban
sonsacar a los dueños de hosterías y mercaderes de sus pertenencias; cuando
había un buen botín él recibía algo más de alimento, mientras fuera lo
contrario solo recibía las sobras, si existían, de la comida del día.
Después en
septiembre de 1641, cuando irónicamente el mismo día del aniversario del
príncipe, Francis celebraba su cumpleaños en medio de la miseria, en medio de
pequeños ladrones, quienes para celebrar le propusieron ir a la plaza donde se
hacían grandes preparativos para que el pueblo festejase el aniversario de su
majestad, entonces como ya era costumbre los ladronzuelos se situaron de forma
estratégica en medio de la gente, y se pusieron manos a la obra, pero no
adivinaron el mal día que les esperaba, pues al primer intento de robo los ojos
de un ciudadano atento lograron prevenir a los soldados, muy tarde fue la
alarma que Francis quiso dar, en un instante los guardias lograron agarrar a
algunos mientras que otros corrían en medio de la gente, Francis también
corrió, al lado suyo, un niño compañero de aventuras corría e insultaba a los
guardias, por un momento se sintieron a salvo, y dejaron de correr:
-
Observad Jean, jamás nos atraparán
– le dijo con una sonrisa – no hay nada de que preocuparnos.
No terminaba de
decir esto cuando el silbido de una bala cruzo el aire, estrellándose sobre el
cuerpo pequeño de aquel niño, la sangre salpicó a Francis y este vio caer el
cuerpo ya sin vida del compañero de aventuras, trato de reanimarlo pensando que
estaba herido, pero no se movió, los ojos antes despiertos a la vida ya estaban
cerrados para siempre, miró hacia atrás, el guardia que había disparado se
acercaba presto a atrapar al que había quedado.
Jean Francis fijo su mirada y guardó en su memoria el rostro de aquel
soldado, sabía que ya estaba sobre él y si corría el guardia le dispararía,
entonces vio una piedra al lado del cuerpo del muerto, la cogió disimuladamente
y cuando el asesino aquel estaba a una distancia prudente Francis arrojo la
piedra con todas sus fuerzas, la piedra se estrello en el rostro del hombre él
cual cayo al suelo, ocasión que aprovecho para correr sin detenerse, cuando
cruzó más de la mitad de la ciudad se sintió salvo, pero permaneció alerta,
siempre dándose vuelta, esperándose encontrar con el rostro de aquel
hombre.
Entonces ya no
quiso robar, se dormía oculto tras de alguna gradería o debajo de algún puente,
pero ya jamás lograba tener el sueño tranquilo, pues cuando cerraba los ojos
escuchaba el disparo otra vez y en esta ocasión el muerto era él. Se paso así por dos semanas, cuando volvió
temerosamente a entrar a las plazas para pedir limosna, pero no hubo suerte. Paso así que después de unos dos días se
formo una nueva revuelta cerca de palacio, Francis quien pasaba por ahí sin
sospechar nada, se vio en cuestión de segundos enfrascado en medio de una lucha
entre soldados y gente de las villas pobres de Paris, le acometió el miedo
cuando los guardias empezaron a disparar, trato de escapar pero la gente no le
dejaba, quiso correr pero tropezó, la vista se le nubló, finalmente las fuerzas
lo habían abandonado. En medio de la calle una carroza apareció a todo galope,
la multitud empezó a hacerse a un lado, pero Francis totalmente indefenso en
medio camino ya solo esperaba el golpe final, morir arrollado por una carroza,
cerró los ojos victima del hambre, del desaliento. Cuando de pronto oyó el relincho de un caballo
y sintió como si se elevara, unos brazos
lo arrastraban a un lado del camino, con lo ultimo de las fuerzas que tenía
abrió los ojos y se vio en los brazos de un hombre, quien le sonrió, después
cayó en el mismo letargo que la debilidad le había provocado.
Cuando se despertó
sintió la suave comodidad de una cama bien mullida, miró alrededor de él y se
encontró en una habitación que trascendía a limpio y fino, pensó si tal vez
soñaba, si era así no quería despertar; por una de las ventanas se escabullían
los alegres trinos de las aves y el olor a flores.