miércoles, 30 de julio de 2014

IV. El pasado del capitán Dumont




En 1632 la Francia, estaba en plena etapa de cambio, un año antes el cardenal Richelieu subvencionaba la marcha de Alemania por el defensor de la causa luterana Gustavo II Adolfo, rey de Suecia, quien luego usaría tropas francesas en parte de la guerra de los treinta años,  mientras que internamente Francia experimentaba una crisis, era, tal vez, los inicios de lo que mas tarde sería llamada la Fronda.  Dentro de estas crisis internas la gente más pobre era azotada por el hambre, sus hijos mandados a una guerra de territorialidad de la cual muchos no volvían, ese era el mundo donde el capitán Dumont nació.

Pasado el noveno mes de ese mismo año en un pueblo cercano a la ciudad de Paris, llamado Ashierese, apareció un día un carruaje elegante a las puertas de una posada, una dama de elegante pidió hablar con los dueños de la posada, una pareja de esposos que atendía el lugar se le presentaron prontos a ofrecer servicio a tan ilustre dama.
-          Oíd bien que necesito vuestros servicios, os aseguro que seréis bien recompensados – dijo mirando las expresivas miradas de ambos personajes
-          ¿Decid señora?
-          Os dejare este niño a vuestro cuidado – y señalo a la mujer que iba detrás de ella con un infante en los brazos, la dama tomo al niño, que hasta entonces era cuidado por su aya.
-          ¿Qué debemos hacer con él?
-          Yo enviare dinero, el suficiente para ustedes y para él, no preguntéis el porque, tampoco lo comentéis, si alguien pregunta, decid que el niño es vuestra familia y yo regresare por el dentro de cinco años.  ¡Pero cuidad que nada le pase! ¡Mirad que lo pagaréis con vuestra vida!
-          Señora habrás de saber que somos buenos servidores, leales, y procuraremos cumplir vuestras órdenes
-          Tomad – y entrego al niño en los brazos toscos de aquella mujer
Y subiendo al carruaje, la dama observó por la ventanilla al niño, temiendo arrepentirse ordenó al cochero partir.

La pareja de posaderos, hizo lo que aquella dama les había ordenado, y viendo el dinero no hablaron demás, a pesar de que cada día que pasaba, se notaba en el pequeño los tintes de realeza que llevaba en la sangre.

Pero sucedió que en mayo de 1635 Francia, aun con el cardenal Richelieu al frente, declaró la guerra a España, desde ese instante el dinero mandado antes con puntualidad, fue llegando más irregularmente cada vez, hasta que después de tres meses ya no hubo más dinero, sólo dos cartas, una para la pareja de posaderos y otra para aquel desdichado infante, a quien al parecer era alejada por la guerra.

Los posaderos sorprendidos por esta misiva, la abrieron y dentro de ella las letras dibujadas con apuro de la dama quien tres años atrás les dejara al niño, la cual decía
La guerra me aleja del niño al cual os dejé, esta carta, si llega, es el último auxilio que le puedo ofrecer.
Suplico una última caridad a ese niño.  Comprendo que sois pobres y que no podréis cuidarlo, id a Paris y buscad al padre Vicente, en la iglesia de Vanves, entregad al niño y decidle que una madre desesperada os lo manda, le dejareis con la otra carta.
Si mis palabras ofendieron en alguna ocasión, olvidadlas por misericordia a ese niño, no lo abandonéis a su suerte

Aquella pareja sin hijos propios vieron en el pequeño al primogénito que jamás habían tenido pero con mucha pena a causa de la carencia del dinero tomaron al niño y aun con pesar lo llevaron a Paris; como se los indicaba la carta rumbo a la iglesia de Vanves, buscaron al padre Vicente mas un padre sesentón llamado Lazaro, lo había sustituido, ellos sin saber que decidir explicaron los motivos por los cuales venían a buscarlo, el padre desconfiado en principio les señaló:
-          ¿En verdad no me engañáis? Abandonar a un niño es una simonía imperdonable.
-          Líbreme de tal falta el cielo – expresó con sobresalto la mujer, mientras se santiguaba – hemos traído la carta de la señora como prueba y otra que no hemos abierto, y en este saco le traemos la ropa con la que el niño nos fue dejado.  Además si fuera nuestro, jamás le abandonaríamos pues no tenemos hijos mas la pobreza no nos deja retenerlo junto a nosotros pues moriría de hambre.
-          Oigo sinceridad en tus palabras, dejadme entonces al niño, os prometo cuidarlo, si bien este clérigo que hoy veis no es rico al menos no le faltara educación y alimento.
-          Padre – agregó el hombre que permaneció en silencio hasta entonces – Esta cruz con la que no puedo quedarme, no sabiendo qué es de este pobre infeliz, que quien sabe si volverá a ver a su madre, ella la envió con la última carta – sacó una pequeña cruz  de plata, la cual presentó al padre – detrás de la cruz hay unas iniciales, espero que vos le entreguéis cuando sea adecuado entregársela, si es que la madre no viene a recogerlo pronto, tal vez el hijo pueda ir a buscarla.
Recibió al infante en brazos, un niño de casi tres años, que extendía los brazos hacía la tosca mujer, como pidiendo que no le dejara, ella contenía las lagrimas mientras se despedía.
-          ¿Cómo lo habéis llamado? – preguntó el padre Lazaro – bajo algún nombre debisteis bautizarlo.
-          Tenía una medalla con las iniciales J.F., como la señora no nos ha mencionado su nombre, le hemos hecho bautizar como Jean Francis – respondió la mujer
-          ¿Y qué ha sido de tal medalla?
-          La hemos vendido a un caballero, para poder venir a Paris, ya que no teníamos medio por el cual llegar
Luego ellos marcharon y el niño en medio de su amargura contenía las lágrimas como si se resignarse a ser abandonado nuevamente.  Ya solos, el padre llevó al niño a su habitación y buscando en el saco encontró entre las ropas del infante una hoja que parecía desgarrada de un libro, escrita hasta la mitad con letra elegante.
Hoy 5 de septiembre del año 1632, el día que nuestro Señor me ha otorgado el regalo más preciado, tu existencia, percibo en la luz de tu mirada la lejana sombra de tu padre, él ya ha partido, y tú has quedado.  Aun no sé porque acepto que os alejen de mi, más en cambio entiendo que lejos estas en libertad de vivir, algo que a mi lado se te podría negar.  Tal vez jamás llegarás a comprender esta decisión, me alejo, sí  en presencia mas no en pensamiento...

No existía firma, ni sello, pero en la segunda carta si lo había, y no se atrevió a violar el secreto que guardaba, y que sólo aquel niño tenía derecho a hacerlo.

En el año de 1638, la noche del  5 de septiembre cuando Jean Francis cumplía seis años, se dio la noticia de que la reina Ana de Austria había dado a Francia el Heredero de la corona, un hijo varón el cual pudiese suceder a la corona cuando faltare Luis XIII.  El padre Lazaro enterado de la noticia y con el bullicio en las calles de Paris, se dirigió presuroso a la cama de Jean Francis, quien dormía placidamente a pesar del ruido que provocaba el alborozo de la gente
-          Observad como duerme este inocente ajeno a que tiene nuevo rey. 
Alumbro  su rostro con la pálida luz de una vela, pero el sueño de los inocentes es tan profundo, tan sereno que no despertó.

Pero pasado el alborozo, todo volvió a la normalidad, la guerra continuaba y en el frente de lucha la noticia era un aire fresco para los soldados que exponían su vida, ahora con la certeza de un nuevo porvenir con un futuro rey, una guerra más de territorialidad, donde eran los soberanos quienes movían a su gente como piezas de ajedrez prontas a ganar o  perder.

Y como la guerra, también la vida, no todo permanece en un orden inquebrantable es así que el invierno de 1640 el padre Lazaro dejaba este mundo, quedándose Francis en la completa soledad, con un nuevo padre en la iglesia, el cual pasadas dos semanas del entierro del padre Lazaro, hecho a Francis a la calle, alegando:
-          Este no es un hospicio para indigentes y huérfanos, un niño de tu edad deberá valerse por si mismo 
Aunque tenía ocho años, Francis poseía un carácter muy rebelde, orgulloso y sin necesidad de pedir nunca jamás tomó las pocas cosas que conservaba, entre ellas la carta y la cruz, que el padre Lazaro le había entregado antes de morir; pero al salir el nuevo párroco tomo de los hombros a Francis y revisando las cosas que llevaba encontró la cruz de plata, como la avaricia humana es tan grande pensó en quedársela y arrojó a Francis a la calle.
-          ¡Y da gracias que no te acuso con la guardia de ser un ladrón!
-          ¡Devolvedme mi cruz! – gritaba Francis, quien luchaba vanamente por quitársela, pero siendo un niño enjuto y sin fuerzas para oponerse a un cuerpo tan inmenso como lo era aquel padre regordete y casi por completo calvo
-          ¡De donde un huérfano podría ser dueño de una cruz de plata!, ¡Patricio! ¡Patricio! -  gritaba al capellán de la iglesia – echad a este pequeño ladronzuelo, antes que mi generosidad se pierda y llame a la guardia
-          Pero su ilustrísima, es sólo un niño
-          He dicho.
El padre entro dentro de la iglesia, y Francis vio que se llevaba la cruz, trato de correr para recuperar la cruz, símbolo perdido de una vida pasada, pero el piadoso capellán lo tomó por la cintura y lo levantó, a pesar de los intentos de liberarse de Francis, lo llevó lejos de la iglesia, Francis al ver perdida tan preciada prenda se prorrumpió en lagrimas las quejas que no salían de dentro suyo, entonces Patricio le liberó y trato de consolarlo
-          Si tuviese una casa que ofreceros, os llevaría, pero no la tengo, ni siquiera una familia, vivo en la iglesia como sabéis y no tengo nada que ofrecer, tomad vuestras cosas e idos tan lejos como podáis de aquí, si el padre Bourenfly os ve, puede que cumpla su palabra y llame a la guardia, mejor estar libre que ser un niño dentro de las mazmorras con gente insana que os lacraría vuestra vida.  Tomad -  y saco unas monedas de su bolsillo – es todo lo que poseo, pero al menos no pasareis hambre por un tiempo – y sacándose la bufanda que llevaba se la paso por el cuello y con un abrazo despidió a aquel a quien ya no podía ayudar – no olvidéis jamás todo lo que el padre Lazaro os ha enseñado y perdonad no poder hacer más.
Para no sentir mas culpabilidad de la que sentía dejo al niño atrás y se alejó corriendo, tal vez para no apesadumbrarse.

Pero los inviernos son duros y las pocas monedas desaparecieron como el calor en pleno invierno, para un niño de ocho años jamás enfrentado con la vida de esta manera, fueron los primeros aires fríos que más lo asustaron y se vio de cara con los indigentes, con lisiados que la guerra iba dejando. Toda el hambre del pueblo crecía y los enfrentamientos de gente en las plazas por comida eran como observar a una jauría de leones destruyéndose entre si para obtener parte de un botín, que al final no era casi nada, dentro de su soledad y el miedo que sentía vio la carta a la que jamás sintió necesidad de leer, una esperanza era lo que hizo romper el sello y leer la carta, para después derramar más lagrimas, consecuencia de la rabia, de no haber encontrado nada útil, tiró la carta al piso y con la violencia del huérfano abandonado que era, la piso una tras otra vez, para luego recogerla y usarla para secar sus lagrimas, doblándola luego y guardándola con cuidado, como si esperase aun que algún día le sirviese.

Días enteros caminando, buscando la piedad de la gente, pero los ricos siempre son más ricos cuando la pobreza de los pobres crece más, la comida que echaban de palacio era la disputa de las noches pero era un niño débil para pelear.  Dentro de su sangre existía algo que le volvía tan orgulloso que no mendigaba, pero después una semana de comer y sin otra opción que hacerlo, se acerco caminado a la catedral de Notre Dame, donde solían asistir a la misa gente de noble posición social, con dinero; pero los guardias que custodiaban las puertas no dejaron que pasara, sin fuerzas para luchar se sentó oculto detrás de las graderías, con la esperanza de que al salir alguien le echara una moneda.

Después de media hora fue reuniéndose gente, como si algo fuese a pasar, Francis observó la plaza antes vacía, ahora llena de aquellos que como él, tenían hambre y de esta pequeña aglomeración salió un grito
-          ¡Mueran los burgueses! ¡Mueran los cortesanos!
-          ¡El pueblo muere mientras ellos viven! – agregó otra voz
Los murmullos crecían y la gente se iba arremolinando sobre la catedral, como un estallido de protestas, los guardias mosquetes y armas en mano se preparaban a defenderse, Francis creyó que iba a terminar en medio de la revuelta, entonces comenzó una especie de lucha entre unos que deseaban ingresar a la catedral y otros que se oponían a ello, comenzaban a caer heridos de los dos bandos, pero sorpresivamente el galope de un caballo y la voz de un hombre contuvo a la gente
-          ¡Deteneos! –exclamó con viva voz
-          Por que hemos de detenernos, cuando nos veis morir, al menos moriremos luchando
-          Una lucha entre franceses, no es lo que necesitamos, pensad en vuestros hijos y vuestras familias, luchando al frente, muriendo pensando en la paz de vosotros, dejareis que mueran inútilmente, ¿Moriréis por un poco de pan?
-          ¡Nos morimos! ¡Que nos importa lo demás!  ¡Tenemos hambre!
-          Eso no puedo arreglarlo yo, las provisiones van al frente, si queréis comida entonces pedidla, pero vuestros hijos serán quienes mueran de hambre en el frente de batalla
-          ¡Y vos quien os creéis para deteneros! – gritó una mujer
-          Soy el cabo Edmond Dubois, guardia al servicio de su majestad, y juro que si alguien se atreve a profanar este sagrado suelo he de atravesarle con mi espada, tened un poco de respeto para con la iglesia.  Sin en algo teméis el profanar esta casa santa, retiraos.
Parecía tener algo de efecto las palabras dichas por aquel, si bien la gente tenía hambre, tenía más miedo de lo divino, y por ello algunos se retiraron mientras que otros lo hicieron por miedo a la figura de ese cabo, quien no se movía de la puerta de la catedral.

Así paso aquella jornada, pero todo lo sucedido apaciguo los ánimos de la gente por algunos días;  hasta entonces Francis había vagado por la ciudad en busca de algo que comer, pero la empresa se le hacía mas difícil, por el aspecto que había tomado a lo largo de las semanas que había pasado en la calle, sucio, con la ropa gastada y vieja, ya sólo inspiraba el desprecio de cualquier dama o caballero que pasara, insultándolo y tratándolo de ladrón.

Se vio en la necesidad de juntarse a niños, que como él buscaban su propia subsistencia solos, le enseñaron a ser la cencerro del grupo, solía gritar o hacer alguna cosa para avisar del peligro a los otros, quienes expertamente lograban sonsacar a los dueños de hosterías y mercaderes de sus pertenencias; cuando había un buen botín él recibía algo más de alimento, mientras fuera lo contrario solo recibía las sobras, si existían, de la comida del día.

Después en septiembre de 1641, cuando irónicamente el mismo día del aniversario del príncipe, Francis celebraba su cumpleaños en medio de la miseria, en medio de pequeños ladrones, quienes para celebrar le propusieron ir a la plaza donde se hacían grandes preparativos para que el pueblo festejase el aniversario de su majestad, entonces como ya era costumbre los ladronzuelos se situaron de forma estratégica en medio de la gente, y se pusieron manos a la obra, pero no adivinaron el mal día que les esperaba, pues al primer intento de robo los ojos de un ciudadano atento lograron prevenir a los soldados, muy tarde fue la alarma que Francis quiso dar, en un instante los guardias lograron agarrar a algunos mientras que otros corrían en medio de la gente, Francis también corrió, al lado suyo, un niño compañero de aventuras corría e insultaba a los guardias, por un momento se sintieron a salvo, y dejaron de correr:
-          Observad Jean, jamás nos atraparán – le dijo con una sonrisa – no hay nada de que preocuparnos.
No terminaba de decir esto cuando el silbido de una bala cruzo el aire, estrellándose sobre el cuerpo pequeño de aquel niño, la sangre salpicó a Francis y este vio caer el cuerpo ya sin vida del compañero de aventuras, trato de reanimarlo pensando que estaba herido, pero no se movió, los ojos antes despiertos a la vida ya estaban cerrados para siempre, miró hacia atrás, el guardia que había disparado se acercaba presto a atrapar al que había quedado.  Jean Francis fijo su mirada y guardó en su memoria el rostro de aquel soldado, sabía que ya estaba sobre él y si corría el guardia le dispararía, entonces vio una piedra al lado del cuerpo del muerto, la cogió disimuladamente y cuando el asesino aquel estaba a una distancia prudente Francis arrojo la piedra con todas sus fuerzas, la piedra se estrello en el rostro del hombre él cual cayo al suelo, ocasión que aprovecho para correr sin detenerse, cuando cruzó más de la mitad de la ciudad se sintió salvo, pero permaneció alerta, siempre dándose vuelta, esperándose encontrar con el rostro de aquel hombre. 

Entonces ya no quiso robar, se dormía oculto tras de alguna gradería o debajo de algún puente, pero ya jamás lograba tener el sueño tranquilo, pues cuando cerraba los ojos escuchaba el disparo otra vez y en esta ocasión el muerto era él.  Se paso así por dos semanas, cuando volvió temerosamente a entrar a las plazas para pedir limosna, pero no hubo suerte.  Paso así que después de unos dos días se formo una nueva revuelta cerca de palacio, Francis quien pasaba por ahí sin sospechar nada, se vio en cuestión de segundos enfrascado en medio de una lucha entre soldados y gente de las villas pobres de Paris, le acometió el miedo cuando los guardias empezaron a disparar, trato de escapar pero la gente no le dejaba, quiso correr pero tropezó, la vista se le nubló, finalmente las fuerzas lo habían abandonado. En medio de la calle una carroza apareció a todo galope, la multitud empezó a hacerse a un lado, pero Francis totalmente indefenso en medio camino ya solo esperaba el golpe final, morir arrollado por una carroza, cerró los ojos victima del hambre, del desaliento.  Cuando de pronto oyó el relincho de un caballo y sintió como si se elevara,  unos brazos lo arrastraban a un lado del camino, con lo ultimo de las fuerzas que tenía abrió los ojos y se vio en los brazos de un hombre, quien le sonrió, después cayó en el mismo letargo que la debilidad le había provocado.

Cuando se despertó sintió la suave comodidad de una cama bien mullida, miró alrededor de él y se encontró en una habitación que trascendía a limpio y fino, pensó si tal vez soñaba, si era así no quería despertar; por una de las ventanas se escabullían los alegres trinos de las aves y el olor a flores.

domingo, 25 de agosto de 2013

III. El líder de los mirmidones




Como lo había ordenado M. Dubois, Francis gozaba de tres días antes de salir en servicio, por ello pensaba dejar su destacamento y salir en busca de quietud en casa del conde de Neufchatel, su protector.  Con este pensamiento lo primero que hizo al levantarse fue pasar a revisar a su tropa, buscó al teniente Nantellierre, un hombre flemático y eficiente, al quien dejó informado de sus futuras ausencias y luego de delegarle los asuntos pendientes, salió a las caballerizas.  Jean Francis Dumont, ostentando un titulo, el de vizconde de Richemont

El capitán Dumont era una especie centauro mitológico, el caballo y él eran complemento el uno del otro, y todo ello se debía a dos selectos animales de ralea, la primera montura del capitán era el bien bautizado Mutin un revoltoso de unos cuatro años que tenía el pelaje entremezclado entre café oscuro a negro, con crines rubias y el porte de un presuntuoso, mas era dócil en cualquier tipo de situación; la segunda era una yegua azabache, la que codició poseer M. Dubois, una jaca arisca que el conde Neufchatel, su protector, había rescatado de las caballerizas del rey, donde nadie podía domarla, el aire solemne le había distinguido como Musa.

En las caballerizas encontró al teniente de los caballos-ligeros M. Carnat, un hombre entrado en años que le hizo un saludo militar.
-          Capitán Dumont, tengo preparada vuestra cabalgadura – M. Carnat, con una seña, envió a su ayudante, quien veloz desapareció entre los cobertizos.
-          Justamente hoy venía en busca suya M. Carnat
-          Decidme capitán... acaso tenéis alguna queja de estos inútiles ayudantes, si es así...
-          Despreocupaos que sólo es una petición que tengo que haceros
-          Hablad capitán, si esta en mí complaceros...
-          Dentro de tres días saldré de Paris, necesito una buena cabalgadura como mi yegua Musa.  ¿Quién más que vos para prepararla?  A menos que prefiráis que la lleve a las caballerizas de su majestad, vuestro correligionario M. Ouen  estaría dispuesto a tomar el trabajo por vos  
-          ¡Capitán! ¿Seríais capaz? – protestó encendido de rabia - Ofenderme de ese modo, cuando yo os estimo – dijo el anciano con los ojos suplicantes, mientras Francis se encogía de hombros – yo que siempre he sido partidario vuestro.  Incluso me he ganado la antipatía del capitán Rohán
-          Vuestros problemas con los demás, entre ellos, los del capitán Rohán, son asuntos que no vienen al caso – agregó con aspereza – y yo no tengo ningún problema con él...
-          Señor – señaló M. Carnat, percibiendo su falta – perdonad, tenéis razón, mis problemas son míos y no me corresponde hacer alianzas de expiación.  De nuevo, perdonad la ligereza de mis palabras. Ordenad que trasladen a vuestra yegua, os prometo tenerla lista para vuestro viaje.

En ese instante el ayudante de M. Carnat se acerco con el vivaz Mutin y entregó las riendas al capitán, que contrariado por el mal comentario, no agregó más palabra y montando espoleó al caballo para alejarse con prontitud.

La calles de Paris alojan mundos complejos y distintos, desde el lóbrego caminar de los que ya no poseen nada, hasta los que habitan en el olvido de aquellas sombras. Lejos del bullicio del saqueo, una carroza jalada por dos caballos atravesaba la calle de las Torneilles, casi al llegar al termino de ésta, en la esquina con la callejuela de Saint Sulpice, un alto y grueso muro se levantaba alrededor de un extenso terreno, ocultando el interior a la vista de cualquier extraño, solamente un gran portón de aspecto sobrio, con inmensas rejas que contenían en el centro dos leones en bronce, abría paso al visitante.  Es aquí donde la carroza se detuvo, el cochero toco la campana de la entrada, y con prontitud un jovenzuelo abrió las gruesas puertas para recibir al visitante.  Dentro, una hilera de árboles se extendía contra el muro, ocultando la cerca con el exterior, en el centro se elevaba una elegante casona, con inmensos ventanales, raras para la época, rodeada por amplios jardines, el sólo observar tal edificación era atravesar las fronteras y encontrarse en otra cuna, la paradójica combinación de elegancia francesa mezclada con la fantasía decorativa oriental.  La carroza avanzó por la vereda hasta llegar a la puerta de la casona, se elevaban unas cuantas escalinatas que terminaban donde empezaba un arco, con los pilares tallados, que abrían paso a una puerta, que de manera similar al portón de entrada, tenía tallados dos leones sentados contemplándose  frente a frente.

Un hombre delgado y de finas trazas, más o menos de unos cuarenta ocho años descendió del carruaje, subió las escasas escalinatas y se acercó a la puerta, que para su asombro se abrió, como si le hubiesen estado esperando.  Una doncella salió a su encuentro:

-          Señor de Herblay -  habló, haciendo un saludo y señalándole el interior, le guió hacia un gran salón  - El señor vizconde no demora en llegar, me ha proporcionado vuestras señas ilustrísima, y me ha indicado que os atienda con prontitud.

Por dentro, la casa no era menos que por fuera, amoblada de una manera elegante, mostraba su magnificencia en los enormes cuadros con obras italianas de envergadura, los detalles de las cortinas sobrias y elegantes, muros enteros en los cuales se mostraba un sinfín de armamento, y la infinidad de detalles que demostraban el escrúpulo con el que todo fue acomodado.  Todo aquello era ensalzado por unas escalinatas que llevaban al piso superior de la casa, adornados, singularmente, con dos leones esculpidos, con gran detalle.  Una extraña ostentosidad que el conde de Neufchatel, protector de Francis, raramente exhibía, pero el  conde era un hombre que sumaba las riquezas heredadas con las de las victorias en el campo de batalla, y Aramis, o Herblay si prefieren, lo sabía porque lo conocía desde tiempos venturosos donde el amor era efímero.

El conde de Neufchatel había salvado la vida de Francis, cuando solo era un niño, en una revuelta de aquellas que daban inicio a lo que después sería la Fronda.  Desde entonces Francis era como el hijo adoptivo del conde, él cual solo tenía una hija, le cedió parte de sus bienes y un titulo de vizconde, con la esperanza que algún día el hijo postizo solidificara los lazos de unión con él, mediante su hija.

Unos minutos pasaron, desde que Aramis había quedado solo en el gran salón, cuando el sonido de los cascos de un caballo por la vereda terminaron con el silencio, la doncella corrió a abrir la puerta pero llegó tarde.
-          ¡Irene! ¡¿Donde esta Jacques?! – reprendió a la muchacha
-          Ha salido por orden de vuestro padre.  Señor vizconde... vuestro invitado – agregó tímidamente.
-          ¡Herblay! – expresó con jubilo observando a Aramis, para luego ordenar a la doncella – Cuando regrese, dile que M. Carnat espera a Musa en las caballerizas – y a una seña de Francis se retiró. - Confío que vuestra ilustrísima, no se haya fastidiado por la espera
-          ¡Francis! – exclamó Aramis abrazando afectuosamente a su antiguo pupilo – no  existe necesidad de utilizar títulos, que gustarían mucho al cardenal Mazarino pero no a mí.
-          Convengo que vos ya no sois un prelado, ni un simple abate, a pesar que aparentáis una modesta posición, no me engaño al veros en tan buena situación
-          ¡Bah!  Confundís las cosas – manifestó con disimulo- Si os referís a la carroza, se me cedió, una gentileza de alguien que si tiene importancia

Pero a Francis le bastaba mirar a Aramis y juntar los hechos recientes en la plaza, para darse cuenta que el ex mosquetero estaba en medio de alguna maquinación y que pretendía esconder reaccionando de manera ingenua.

-          No he acudido aquí para hablar sobre mí, ansío me contéis sobre vuestra vida  - Aramis desvió la conversación y advirtiéndolo Francis no insistió
-          ¡Que queréis! ¿Qué os cuente de lo mal que me habéis tratado hace años?  O preferís que os refiera el disgusto que me habéis causado
-          ¡Disgusto! ¿Por qué?
-          Os parece poco, un día partir sin un adiós, sin persona que me diera referencia de vos.  Debí haber sido un escollo para vos y vuestros planes
-          Juzgáis de mala manera, yo os tenía y os tengo un gran afecto, pero mis obligaciones. Sabéis bien que mi vida la he consagrado al apostolado y esta no tiene hora ni fecha en la cual se tenga que emigrar.  Espero comprendáis mi posición, me propuse informar a Artagnan y deje le noticias mías hace un tiempo, por ahí nos reencontramos por ciertos asuntos de honor, seguro que él os informó; después salí de Francia por un tiempo y regresé por unas cosas nada agradables, no encontré tiempo para buscaros, pero al fin el destino es siempre más fuerte, veis como nos hemos reunido una vez más.
-          Reitero, nadie me ha dicho nada sobre vos
-          ¿Cómo?  Pero si Artagnan y vos... en la misma ciudad, atravesáis el palacio y cruzáis las mismas calles, no entiendo,...  sé que ahora dirige a los mosqueteros del rey ya que M. Treville se ha visto impedido de seguir al frente a causa de su salud
-          Una historia un tanto extensa, no deseo agobiaros ahora
-          Explicad os lo exijo, aunque sea preciso quedarse aquí hasta mañana.
-          Otorgadme la fe de la duda – expresó sonriendo tristemente – soy inocente de todo hecho que se ha referido a Artagnan, sobre mi persona.  Para que amargar este encuentro con tristes peleas del pasado, recordando viejas discusiones entre ambos.

Francis terminó y calló, la sala se inundo con el silencio del alumno frente al tutor de un día, Aramis observaba en el rostro de Francis un mundo que había cambiado y que desconocía.
-          ¡Querido mío! Artagnan es impulsivo como él solo. Sin duda ha hecho conjeturas que no os corresponden, pero aseguro que todo aquello que habrá dicho al calor de alguna discusión, es una muestra de cuanto os estima, y lo más loable sería sacarle del mal concepto en que decís que os tiene, buscare a Artagnan...
-          La verdad, no os lo aconsejaría
-          ¿Dudáis que pueda hacerlo?
-          No, pero lo cierto es que ya no es de mi interés
-          ¿Será posible? ¡Perder un amigo como Artagnan! –exclamó con asombro Aramis, sin poder aun entender las razones de Francis.
-          Es solamente la verdad, hace unos años yo hubiera muerto en nombre de la amistad sin embargo... Perdonadme, pero es algo que no me agrada relatar...

La campanilla sonó ese momento y la pequeña Irene corrió a abrir, por el recibidor apareció una muchacha de unos dieciséis años, con la cabellera blonda, de ojos azules y mirar tímido,  Francis extendió la mano  invitándola a pasar y ella la suya observándole con alegría sin reparar, hasta entonces, en la presencia de Aramis
-          Excusadme señor –  saludó, observando a Aramis, mientras Francis la ingresaba al gran salón.
-          Señor de Herblay, espero recordéis a mi hermana Maria Louise Durango, Madame de Mortemer, hija de vuestro amigo el conde de Neufchatel.
-          Habéis florecido como las rosas de vuestro encantador jardín, sin duda me habéis olvidado, erais sólo una niña cuando marché y ahora sois una hermosa dama -  agregó Aramis inclinándose y besando la mano de la muchacha, sin perdérsele aquel toque galante de cuando era un mosquetero.
-          Esta dama ha sido para mí la hermana, la amiga, la cómplice...
-          Y que pronto dejareis de tener – sonrió tímidamente – Perdonad querido Francis, excusad señor Herblay, pero debo marchar, he prometido a Lucia estar en el almuerzo, sabéis es su cumpleaños – y añadió con el rubor en las mejillas – yo venía a haceros extensa la invitación de Lucia pero comprendo que debéis atender a vuestro invitado
-          Os prometo querida Maria, esta noche, en el teatro...
-          ¡Oh! Me conformo con saber que asistiréis – expresó con alegría, observando a Francis como si no existiese el mundo.  Cohibida por la presencia de Aramis, se retiró haciendo un incline con la cabeza – perdonad señor de Herblay, pero os prometo, con la venia de mi padre, brindaros un paseo en alguna ocasión que sea mas favorable.
-          Me será grato alguna vez compartir unos instantes en vuestra presencia – con un beso en la mano se despidió de ella, quien desapareció a la vista de Francis, quien no dejaba de observarla.

Una vez que volvieron a estar solos, Francis vio en la expresión de Aramis un aspecto risueño.
-          ¡Oh Aramis! Sin temor a equivocarme, puedo asegurar que os engañáis,  esa mujer es sólo mi hermana  ¿Acaso creéis que no os conozco?
-          En eso si concordamos, vos aun me conocéis, pero yo parece que os estuviera conociendo recién hoy
-          Exageraciones vuestras
-          La verdad no, desde que os vi ayer en la noche parece que volviera a conoceros de nuevo, en vuestro rostro ya no veo la felicidad, mas perdonadme por lo que voy a decir, parecéis apesadumbrado, sin embargo tenéis todo lo que se puede desear en la vida, una casa elegante, fortuna, el conde que os ama como si fuerais su hijo, y válgamele decirlo, tenéis a una niña casi mujer, que podría jurar que os ama.
-          ¡Aramis!
-          La verdad, sólo eso y si por decirla vos os enfadáis, pues yo ya no sé que pensar
-          Si os referís, a todo este mundo que me rodea, os concedo la razón, pero no neguéis que vos siendo mosquetero, pudisteis acceder a esta clase de vida, mas sin embargo fue más imperioso el llamado que sentisteis por vuestra vocación
-          Así fue, pero yo era solo un mosquetero interino, sin posición alguna en esta sociedad...
-          Desposándoos con alguna dama, que os haya querido, hubieseis logrado todo, como lo hizo vuestro amigo Porthos.
-          Porthos lo hizo por vanidad, y la vanidad es un pecado imperdonable – dijo sonrojándose – considerad, querido, que todo ello es parte del carácter de mi buen Porthos, pero no el mío
-          Entonces...  ¿Ni por amor?
-          Yo tenía un camino trazado, desde antes de ser un mosquetero, sin embargo el ser un militar fue un alto para luego continuar...
-          Vuestra sagrada orden... Los jesuitas
-          Si, pero presumo que ni por amor hubiera dejado la sotana
-          ¿Tal vez por un hijo?
-          Pregunta muy difícil, como soy muy poco serviría de padre, cuando tan mal puedo atender a mi rebaño.

Un silencio se hizo presente nuevamente en la habitación, Aramis vio que las palabras proferidas al final, pusieron a su antiguo alumno en un estado de melancolía que no sabía entender.  La puerta se abrió y la pequeña Irene apareció y sirvió unas copas de vino a los dos interlocutores, que pronto quedaron nuevamente solos.
-          ¿Qué os sucede? – rompió el silencio Aramis
-          Nada – respondió e hizo una pausa para acabar la copa de vino en su mano de un sorbo -  simplemente me siento viejo
-          ¡Bah!  No exageréis, si habéis vivido menos de la mitad de la vida que he llevado, y no me quejo, yo también he tenido malos ratos y no por eso me dejo mortificar, sino ¿Donde hubiera acabado?
-          No creáis que es amargura lo que siento.
-          Entonces podéis explicarme, el motivo de vuestro cambio
-          ¿Cambio?
-          No os hagáis el desentendido, antes de que marchara erais un muchacho algo misterioso, si, pero lozano, erais como la tierra al contacto del agua, absorbías cada cosa que os enseñaba, parecías feliz...
-          La felicidad es algo pasajera, creedme que lo he comprobado.
-          Si lo decís, por el malentendido con Artagnan, hay formas de solucionarlo
-          Yo os he dicho que ha dejado de importarme tal asunto...
-          Es que no puedo dar crédito a vuestras palabras, decís “Ya no es de mi interés”  Cuando su amistad vale cien veces más que la amistad de un cortesano cualquiera, ¿Cómo no defendéis aquello que os ha brindado? - insistía Aramis porque no concebiría perder a su bien amado gascón, a su amigo Artagnan, que mil veces y una había jugado una suerte de situaciones.
-          Comprendo, es difícil de entender, es vuestro amigo de toda una vida
-          ¡Y eso! Yo he tenido mis diferencias con ese gascón, más veces de las que os figuráis, pero eso no quita que él sea para mi un amigo, un hermano...
-          ¡Oh si pudiera! Decir tantas cosas que están entremezcladas...
-          Señor –  interrumpió una empleada cincuentona con aspecto risueño
-          Que deseas Georgina
-          El señor conde ha llegado y me manda a deciros que le molesta de sobremanera almorzar solo y que tengáis en cuenta el pasar con vuestro invitado al comedor
-          Bien, diga al conde que pasamos enseguida al comedor

Georgina salió y Aramis tuvo que resignarse a dejarlo todo como estaba, Francis entro en un mutis, mientras ambos se dirigían al comedor, donde el conde los esperaba, al verlos entrar, se aproximo a saludar a Aramis
-          ¿Cuánto tiempo os habéis desaparecido, Aramis... o como es que debo llamaros ahora  ...señor de Herblay... Ilustrísima...?
-          ¡Conde! Somos amigos más tiempo que estos nombres y títulos
-          Sentémonos entonces como buenos amigos y disfrutemos estar juntos.
-          Señor – Georgina se presentó con un soldado al lado
-          ¡Pero Georgina!  ¿Por qué habéis dejado entrar a este joven? – dijo con malhumor el conde
-          Señor, dice que tiene que hablar con urgencia con el señor vizconde.

Francis reparó en el soldado en ese momento, el cual venía azorado, se veía en la expresión cansada que tenía la urgencia a la cual había hecho mención Georgina, ordenó que el soldado le siguiese y le llevó al despacho de la casa, el cual se encontraba al lado del gran salón, donde momentos antes Aramis y Francis habían conversado largamente
-          Que ha acontecido para que importunéis de esta manera, hablad
-          Capitán, a ocurrido un terrible altercado entre el teniente Nantellierre y el teniente Malrien
-          ¿Explicaos? – inquirió con un tono autoritario
-          Conocéis el carácter del teniente Malrien que al parecer con unas copas demás a llegado al cuartel y viendo que no os hallabais se ha enfurecido más, el teniente Nantellière trató de detenerlo y hacerlo entrar en razón, pero el teniente le ha insultado hasta que el cabo ha perdido la paciencia y se han batido sin que nadie pudiese detenerlos
-          ¿Y M. Dubois que ha dicho?
-          Nada, porque no ha llegado aun, además...
-          ¿Qué?
-          Sabéis que el teniente Malrien es un excelente esgrimista y el teniente Nantellière no ha podido parar uno de los golpes...
-          Retiraos soldado – cortó con brusquedad
Saludó y salió sin proferir más palabra.  Francis volvió al salón contrariado.
-          Como podéis advertir – dijo Francis con un toque de enojo – no podré compartir el almuerzo con vosotros, pido que disculpéis mi falta Aramis, pero sabéis que cuando uno esta en servicio, no hay hora que uno sea libre.
-          No os preocupéis, estaré en Paris unas semanas, y hay tiempo para que volvamos a platicar de tantas cosas.

Y salió fastidiado, del parecer de los empleados, tal y como había llegado. 

Aquella no era la primera vez que el teniente Malrien con unas copas de vino encima, se ponía insoportable, y en su borrachera su objetivo era provocar a Francis, cosa que no había podido hacer, porque nunca se lo encontraba; pasado el momento, por ya costumbre, Malrien era llevado a las celdas de castigo de donde Francis lograba hacer que lo sacaran obteniendo el perdón de M. Dubois, esto exasperaba mucho más al teniente, quien acentuaba más el odio que sentía por el capitán Dumont.  Por tal motivo en aquella ocasión Francis sabía que Malrien terminaría profiriendo mil maldiciones contra él, porque iba resuelto a dejar todo a la suerte del teniente sin interceder, por otro lado pensaba que hasta cierto punto, Malrien, era su responsabilidad por estar bajo su mando, así que fuera fastidiado o no Francis llegó tan violento como había partido horas antes, desmontó en la entrada del palacete de los guardias y camino sin detenerse hasta las mazmorras donde encontró a Malrien derribado en un rincón durmiendo la borrachera que trascendía a metros de distancia.
-          ¡Cabo! – ordenó al soldado que le acompañaba
-          Capitán – contestó, mientras tomaba las llaves de la celda dispuesto a recibir la orden de abrir
-          No, dejad, esta vez no me compete atender el asunto, en esta ocasión el teniente justificará su proceder a M. Dubois, mientras, nadie deberá librarlo de su encierro – y salió

En esta ocasión Francis se encontraba irascible, más que de costumbre, porque el cabo Nantellière era un íntimo del capitán Rohán, un joven que no era de las amistades de Francis, y también por el pobre cabo quien consecuente con su trabajo había sufrido este lance, finalmente era justo que Malrien pagara las consecuencias de sus actos.  Bajo esa consigna Francis visitó al cabo y le prometió hacer reparar la falta de Malrien, después salió del palacete de los guardias rumbo a la despacho de M. Dubois, avanzó por los jardines intermedios y en el justo momento que llegaba a la antesala se detuvo como si de pronto se hubiera solidificado, en frente suyo una mujer de unos treinta y cinco años a lo sumo, de distinguida apariencia le sonreía, él se inclinó saludándola y ella le retornó el saludo y continuó su camino en compañía de sus damas.  Francis se sentía vehemente, al punto de querer seguir a aquella mujer, mas se detuvo y continuo su camino al despacho recordando el significado de aquella mujer en los últimos meses.

Hubo un tiempo que M. Artagnan, el gran capitán de mosqueteros del Rey, brindaba a Francis el afecto de un hijo, incluso llegó a aceptar, no muy de buena gana, el que su pupilo tomara  el camino de las armas con los guardias de su Majestad y no así con los mosqueteros del Rey, donde hubiera gozado de un trato preferencial y no, por el contrario, pasar por un simple postulante; claro que  gracias a ello fue que conoció a aquella dama con la que se había cruzado cerca al despacho de M. Dubois, la duquesa d’Enghen, a la cual auxilio en un momento que se la acusaba de traición al reino, primero la ayudo a escapar de sus carceleros, que la seguían por el camino de Nantes y luego entregó las pruebas de su inocencia, toda esta aventura finalizó con la gratitud de la condesa.  Sin embargo no terminó ahí, tomando en cuenta que los carceleros eran los mosqueteros de M. Artagnan y que Francis sabía por referencias de su mismo tutor toda la historia de la duquesa, y esto sólo sirvió para crear conflictos entre ambos, siendo que uno pensaba que el otro le había sido desleal, por agregar que la aventura le confería pasar de ser un teniente de segunda división a uno de primera.

Fue de ese modo que Francis cavilaba sobre el pasado, sobre la disyuntiva de aquella ocasión, ser leal a la amistad o al corazón, porque ese era el problema, había sido desleal a la amistad de aquel hombre, pero leal a su corazón, esto era difícil de explicar a un hombre que tenía en primera línea de valores a la amistad, a una especie de padre que le había desterrado de su corazón con las palabras más duras.  La puerta del despacho se abrió cuando llegaba y M.  Dubois salió acompañado de M. Artagnan, el primero le sonrió complacido, como indicándoles a los de su derredor cuanto le placía ver a su mejor soldado, el segundo, en cambio, saludo con un incline leve y después simplemente desvío la mirada.  Francis comprendió y simplemente cedió el paso a aquellos dos hombres que infundían el respeto de todos.