domingo, 25 de agosto de 2013

III. El líder de los mirmidones




Como lo había ordenado M. Dubois, Francis gozaba de tres días antes de salir en servicio, por ello pensaba dejar su destacamento y salir en busca de quietud en casa del conde de Neufchatel, su protector.  Con este pensamiento lo primero que hizo al levantarse fue pasar a revisar a su tropa, buscó al teniente Nantellierre, un hombre flemático y eficiente, al quien dejó informado de sus futuras ausencias y luego de delegarle los asuntos pendientes, salió a las caballerizas.  Jean Francis Dumont, ostentando un titulo, el de vizconde de Richemont

El capitán Dumont era una especie centauro mitológico, el caballo y él eran complemento el uno del otro, y todo ello se debía a dos selectos animales de ralea, la primera montura del capitán era el bien bautizado Mutin un revoltoso de unos cuatro años que tenía el pelaje entremezclado entre café oscuro a negro, con crines rubias y el porte de un presuntuoso, mas era dócil en cualquier tipo de situación; la segunda era una yegua azabache, la que codició poseer M. Dubois, una jaca arisca que el conde Neufchatel, su protector, había rescatado de las caballerizas del rey, donde nadie podía domarla, el aire solemne le había distinguido como Musa.

En las caballerizas encontró al teniente de los caballos-ligeros M. Carnat, un hombre entrado en años que le hizo un saludo militar.
-          Capitán Dumont, tengo preparada vuestra cabalgadura – M. Carnat, con una seña, envió a su ayudante, quien veloz desapareció entre los cobertizos.
-          Justamente hoy venía en busca suya M. Carnat
-          Decidme capitán... acaso tenéis alguna queja de estos inútiles ayudantes, si es así...
-          Despreocupaos que sólo es una petición que tengo que haceros
-          Hablad capitán, si esta en mí complaceros...
-          Dentro de tres días saldré de Paris, necesito una buena cabalgadura como mi yegua Musa.  ¿Quién más que vos para prepararla?  A menos que prefiráis que la lleve a las caballerizas de su majestad, vuestro correligionario M. Ouen  estaría dispuesto a tomar el trabajo por vos  
-          ¡Capitán! ¿Seríais capaz? – protestó encendido de rabia - Ofenderme de ese modo, cuando yo os estimo – dijo el anciano con los ojos suplicantes, mientras Francis se encogía de hombros – yo que siempre he sido partidario vuestro.  Incluso me he ganado la antipatía del capitán Rohán
-          Vuestros problemas con los demás, entre ellos, los del capitán Rohán, son asuntos que no vienen al caso – agregó con aspereza – y yo no tengo ningún problema con él...
-          Señor – señaló M. Carnat, percibiendo su falta – perdonad, tenéis razón, mis problemas son míos y no me corresponde hacer alianzas de expiación.  De nuevo, perdonad la ligereza de mis palabras. Ordenad que trasladen a vuestra yegua, os prometo tenerla lista para vuestro viaje.

En ese instante el ayudante de M. Carnat se acerco con el vivaz Mutin y entregó las riendas al capitán, que contrariado por el mal comentario, no agregó más palabra y montando espoleó al caballo para alejarse con prontitud.

La calles de Paris alojan mundos complejos y distintos, desde el lóbrego caminar de los que ya no poseen nada, hasta los que habitan en el olvido de aquellas sombras. Lejos del bullicio del saqueo, una carroza jalada por dos caballos atravesaba la calle de las Torneilles, casi al llegar al termino de ésta, en la esquina con la callejuela de Saint Sulpice, un alto y grueso muro se levantaba alrededor de un extenso terreno, ocultando el interior a la vista de cualquier extraño, solamente un gran portón de aspecto sobrio, con inmensas rejas que contenían en el centro dos leones en bronce, abría paso al visitante.  Es aquí donde la carroza se detuvo, el cochero toco la campana de la entrada, y con prontitud un jovenzuelo abrió las gruesas puertas para recibir al visitante.  Dentro, una hilera de árboles se extendía contra el muro, ocultando la cerca con el exterior, en el centro se elevaba una elegante casona, con inmensos ventanales, raras para la época, rodeada por amplios jardines, el sólo observar tal edificación era atravesar las fronteras y encontrarse en otra cuna, la paradójica combinación de elegancia francesa mezclada con la fantasía decorativa oriental.  La carroza avanzó por la vereda hasta llegar a la puerta de la casona, se elevaban unas cuantas escalinatas que terminaban donde empezaba un arco, con los pilares tallados, que abrían paso a una puerta, que de manera similar al portón de entrada, tenía tallados dos leones sentados contemplándose  frente a frente.

Un hombre delgado y de finas trazas, más o menos de unos cuarenta ocho años descendió del carruaje, subió las escasas escalinatas y se acercó a la puerta, que para su asombro se abrió, como si le hubiesen estado esperando.  Una doncella salió a su encuentro:

-          Señor de Herblay -  habló, haciendo un saludo y señalándole el interior, le guió hacia un gran salón  - El señor vizconde no demora en llegar, me ha proporcionado vuestras señas ilustrísima, y me ha indicado que os atienda con prontitud.

Por dentro, la casa no era menos que por fuera, amoblada de una manera elegante, mostraba su magnificencia en los enormes cuadros con obras italianas de envergadura, los detalles de las cortinas sobrias y elegantes, muros enteros en los cuales se mostraba un sinfín de armamento, y la infinidad de detalles que demostraban el escrúpulo con el que todo fue acomodado.  Todo aquello era ensalzado por unas escalinatas que llevaban al piso superior de la casa, adornados, singularmente, con dos leones esculpidos, con gran detalle.  Una extraña ostentosidad que el conde de Neufchatel, protector de Francis, raramente exhibía, pero el  conde era un hombre que sumaba las riquezas heredadas con las de las victorias en el campo de batalla, y Aramis, o Herblay si prefieren, lo sabía porque lo conocía desde tiempos venturosos donde el amor era efímero.

El conde de Neufchatel había salvado la vida de Francis, cuando solo era un niño, en una revuelta de aquellas que daban inicio a lo que después sería la Fronda.  Desde entonces Francis era como el hijo adoptivo del conde, él cual solo tenía una hija, le cedió parte de sus bienes y un titulo de vizconde, con la esperanza que algún día el hijo postizo solidificara los lazos de unión con él, mediante su hija.

Unos minutos pasaron, desde que Aramis había quedado solo en el gran salón, cuando el sonido de los cascos de un caballo por la vereda terminaron con el silencio, la doncella corrió a abrir la puerta pero llegó tarde.
-          ¡Irene! ¡¿Donde esta Jacques?! – reprendió a la muchacha
-          Ha salido por orden de vuestro padre.  Señor vizconde... vuestro invitado – agregó tímidamente.
-          ¡Herblay! – expresó con jubilo observando a Aramis, para luego ordenar a la doncella – Cuando regrese, dile que M. Carnat espera a Musa en las caballerizas – y a una seña de Francis se retiró. - Confío que vuestra ilustrísima, no se haya fastidiado por la espera
-          ¡Francis! – exclamó Aramis abrazando afectuosamente a su antiguo pupilo – no  existe necesidad de utilizar títulos, que gustarían mucho al cardenal Mazarino pero no a mí.
-          Convengo que vos ya no sois un prelado, ni un simple abate, a pesar que aparentáis una modesta posición, no me engaño al veros en tan buena situación
-          ¡Bah!  Confundís las cosas – manifestó con disimulo- Si os referís a la carroza, se me cedió, una gentileza de alguien que si tiene importancia

Pero a Francis le bastaba mirar a Aramis y juntar los hechos recientes en la plaza, para darse cuenta que el ex mosquetero estaba en medio de alguna maquinación y que pretendía esconder reaccionando de manera ingenua.

-          No he acudido aquí para hablar sobre mí, ansío me contéis sobre vuestra vida  - Aramis desvió la conversación y advirtiéndolo Francis no insistió
-          ¡Que queréis! ¿Qué os cuente de lo mal que me habéis tratado hace años?  O preferís que os refiera el disgusto que me habéis causado
-          ¡Disgusto! ¿Por qué?
-          Os parece poco, un día partir sin un adiós, sin persona que me diera referencia de vos.  Debí haber sido un escollo para vos y vuestros planes
-          Juzgáis de mala manera, yo os tenía y os tengo un gran afecto, pero mis obligaciones. Sabéis bien que mi vida la he consagrado al apostolado y esta no tiene hora ni fecha en la cual se tenga que emigrar.  Espero comprendáis mi posición, me propuse informar a Artagnan y deje le noticias mías hace un tiempo, por ahí nos reencontramos por ciertos asuntos de honor, seguro que él os informó; después salí de Francia por un tiempo y regresé por unas cosas nada agradables, no encontré tiempo para buscaros, pero al fin el destino es siempre más fuerte, veis como nos hemos reunido una vez más.
-          Reitero, nadie me ha dicho nada sobre vos
-          ¿Cómo?  Pero si Artagnan y vos... en la misma ciudad, atravesáis el palacio y cruzáis las mismas calles, no entiendo,...  sé que ahora dirige a los mosqueteros del rey ya que M. Treville se ha visto impedido de seguir al frente a causa de su salud
-          Una historia un tanto extensa, no deseo agobiaros ahora
-          Explicad os lo exijo, aunque sea preciso quedarse aquí hasta mañana.
-          Otorgadme la fe de la duda – expresó sonriendo tristemente – soy inocente de todo hecho que se ha referido a Artagnan, sobre mi persona.  Para que amargar este encuentro con tristes peleas del pasado, recordando viejas discusiones entre ambos.

Francis terminó y calló, la sala se inundo con el silencio del alumno frente al tutor de un día, Aramis observaba en el rostro de Francis un mundo que había cambiado y que desconocía.
-          ¡Querido mío! Artagnan es impulsivo como él solo. Sin duda ha hecho conjeturas que no os corresponden, pero aseguro que todo aquello que habrá dicho al calor de alguna discusión, es una muestra de cuanto os estima, y lo más loable sería sacarle del mal concepto en que decís que os tiene, buscare a Artagnan...
-          La verdad, no os lo aconsejaría
-          ¿Dudáis que pueda hacerlo?
-          No, pero lo cierto es que ya no es de mi interés
-          ¿Será posible? ¡Perder un amigo como Artagnan! –exclamó con asombro Aramis, sin poder aun entender las razones de Francis.
-          Es solamente la verdad, hace unos años yo hubiera muerto en nombre de la amistad sin embargo... Perdonadme, pero es algo que no me agrada relatar...

La campanilla sonó ese momento y la pequeña Irene corrió a abrir, por el recibidor apareció una muchacha de unos dieciséis años, con la cabellera blonda, de ojos azules y mirar tímido,  Francis extendió la mano  invitándola a pasar y ella la suya observándole con alegría sin reparar, hasta entonces, en la presencia de Aramis
-          Excusadme señor –  saludó, observando a Aramis, mientras Francis la ingresaba al gran salón.
-          Señor de Herblay, espero recordéis a mi hermana Maria Louise Durango, Madame de Mortemer, hija de vuestro amigo el conde de Neufchatel.
-          Habéis florecido como las rosas de vuestro encantador jardín, sin duda me habéis olvidado, erais sólo una niña cuando marché y ahora sois una hermosa dama -  agregó Aramis inclinándose y besando la mano de la muchacha, sin perdérsele aquel toque galante de cuando era un mosquetero.
-          Esta dama ha sido para mí la hermana, la amiga, la cómplice...
-          Y que pronto dejareis de tener – sonrió tímidamente – Perdonad querido Francis, excusad señor Herblay, pero debo marchar, he prometido a Lucia estar en el almuerzo, sabéis es su cumpleaños – y añadió con el rubor en las mejillas – yo venía a haceros extensa la invitación de Lucia pero comprendo que debéis atender a vuestro invitado
-          Os prometo querida Maria, esta noche, en el teatro...
-          ¡Oh! Me conformo con saber que asistiréis – expresó con alegría, observando a Francis como si no existiese el mundo.  Cohibida por la presencia de Aramis, se retiró haciendo un incline con la cabeza – perdonad señor de Herblay, pero os prometo, con la venia de mi padre, brindaros un paseo en alguna ocasión que sea mas favorable.
-          Me será grato alguna vez compartir unos instantes en vuestra presencia – con un beso en la mano se despidió de ella, quien desapareció a la vista de Francis, quien no dejaba de observarla.

Una vez que volvieron a estar solos, Francis vio en la expresión de Aramis un aspecto risueño.
-          ¡Oh Aramis! Sin temor a equivocarme, puedo asegurar que os engañáis,  esa mujer es sólo mi hermana  ¿Acaso creéis que no os conozco?
-          En eso si concordamos, vos aun me conocéis, pero yo parece que os estuviera conociendo recién hoy
-          Exageraciones vuestras
-          La verdad no, desde que os vi ayer en la noche parece que volviera a conoceros de nuevo, en vuestro rostro ya no veo la felicidad, mas perdonadme por lo que voy a decir, parecéis apesadumbrado, sin embargo tenéis todo lo que se puede desear en la vida, una casa elegante, fortuna, el conde que os ama como si fuerais su hijo, y válgamele decirlo, tenéis a una niña casi mujer, que podría jurar que os ama.
-          ¡Aramis!
-          La verdad, sólo eso y si por decirla vos os enfadáis, pues yo ya no sé que pensar
-          Si os referís, a todo este mundo que me rodea, os concedo la razón, pero no neguéis que vos siendo mosquetero, pudisteis acceder a esta clase de vida, mas sin embargo fue más imperioso el llamado que sentisteis por vuestra vocación
-          Así fue, pero yo era solo un mosquetero interino, sin posición alguna en esta sociedad...
-          Desposándoos con alguna dama, que os haya querido, hubieseis logrado todo, como lo hizo vuestro amigo Porthos.
-          Porthos lo hizo por vanidad, y la vanidad es un pecado imperdonable – dijo sonrojándose – considerad, querido, que todo ello es parte del carácter de mi buen Porthos, pero no el mío
-          Entonces...  ¿Ni por amor?
-          Yo tenía un camino trazado, desde antes de ser un mosquetero, sin embargo el ser un militar fue un alto para luego continuar...
-          Vuestra sagrada orden... Los jesuitas
-          Si, pero presumo que ni por amor hubiera dejado la sotana
-          ¿Tal vez por un hijo?
-          Pregunta muy difícil, como soy muy poco serviría de padre, cuando tan mal puedo atender a mi rebaño.

Un silencio se hizo presente nuevamente en la habitación, Aramis vio que las palabras proferidas al final, pusieron a su antiguo alumno en un estado de melancolía que no sabía entender.  La puerta se abrió y la pequeña Irene apareció y sirvió unas copas de vino a los dos interlocutores, que pronto quedaron nuevamente solos.
-          ¿Qué os sucede? – rompió el silencio Aramis
-          Nada – respondió e hizo una pausa para acabar la copa de vino en su mano de un sorbo -  simplemente me siento viejo
-          ¡Bah!  No exageréis, si habéis vivido menos de la mitad de la vida que he llevado, y no me quejo, yo también he tenido malos ratos y no por eso me dejo mortificar, sino ¿Donde hubiera acabado?
-          No creáis que es amargura lo que siento.
-          Entonces podéis explicarme, el motivo de vuestro cambio
-          ¿Cambio?
-          No os hagáis el desentendido, antes de que marchara erais un muchacho algo misterioso, si, pero lozano, erais como la tierra al contacto del agua, absorbías cada cosa que os enseñaba, parecías feliz...
-          La felicidad es algo pasajera, creedme que lo he comprobado.
-          Si lo decís, por el malentendido con Artagnan, hay formas de solucionarlo
-          Yo os he dicho que ha dejado de importarme tal asunto...
-          Es que no puedo dar crédito a vuestras palabras, decís “Ya no es de mi interés”  Cuando su amistad vale cien veces más que la amistad de un cortesano cualquiera, ¿Cómo no defendéis aquello que os ha brindado? - insistía Aramis porque no concebiría perder a su bien amado gascón, a su amigo Artagnan, que mil veces y una había jugado una suerte de situaciones.
-          Comprendo, es difícil de entender, es vuestro amigo de toda una vida
-          ¡Y eso! Yo he tenido mis diferencias con ese gascón, más veces de las que os figuráis, pero eso no quita que él sea para mi un amigo, un hermano...
-          ¡Oh si pudiera! Decir tantas cosas que están entremezcladas...
-          Señor –  interrumpió una empleada cincuentona con aspecto risueño
-          Que deseas Georgina
-          El señor conde ha llegado y me manda a deciros que le molesta de sobremanera almorzar solo y que tengáis en cuenta el pasar con vuestro invitado al comedor
-          Bien, diga al conde que pasamos enseguida al comedor

Georgina salió y Aramis tuvo que resignarse a dejarlo todo como estaba, Francis entro en un mutis, mientras ambos se dirigían al comedor, donde el conde los esperaba, al verlos entrar, se aproximo a saludar a Aramis
-          ¿Cuánto tiempo os habéis desaparecido, Aramis... o como es que debo llamaros ahora  ...señor de Herblay... Ilustrísima...?
-          ¡Conde! Somos amigos más tiempo que estos nombres y títulos
-          Sentémonos entonces como buenos amigos y disfrutemos estar juntos.
-          Señor – Georgina se presentó con un soldado al lado
-          ¡Pero Georgina!  ¿Por qué habéis dejado entrar a este joven? – dijo con malhumor el conde
-          Señor, dice que tiene que hablar con urgencia con el señor vizconde.

Francis reparó en el soldado en ese momento, el cual venía azorado, se veía en la expresión cansada que tenía la urgencia a la cual había hecho mención Georgina, ordenó que el soldado le siguiese y le llevó al despacho de la casa, el cual se encontraba al lado del gran salón, donde momentos antes Aramis y Francis habían conversado largamente
-          Que ha acontecido para que importunéis de esta manera, hablad
-          Capitán, a ocurrido un terrible altercado entre el teniente Nantellierre y el teniente Malrien
-          ¿Explicaos? – inquirió con un tono autoritario
-          Conocéis el carácter del teniente Malrien que al parecer con unas copas demás a llegado al cuartel y viendo que no os hallabais se ha enfurecido más, el teniente Nantellière trató de detenerlo y hacerlo entrar en razón, pero el teniente le ha insultado hasta que el cabo ha perdido la paciencia y se han batido sin que nadie pudiese detenerlos
-          ¿Y M. Dubois que ha dicho?
-          Nada, porque no ha llegado aun, además...
-          ¿Qué?
-          Sabéis que el teniente Malrien es un excelente esgrimista y el teniente Nantellière no ha podido parar uno de los golpes...
-          Retiraos soldado – cortó con brusquedad
Saludó y salió sin proferir más palabra.  Francis volvió al salón contrariado.
-          Como podéis advertir – dijo Francis con un toque de enojo – no podré compartir el almuerzo con vosotros, pido que disculpéis mi falta Aramis, pero sabéis que cuando uno esta en servicio, no hay hora que uno sea libre.
-          No os preocupéis, estaré en Paris unas semanas, y hay tiempo para que volvamos a platicar de tantas cosas.

Y salió fastidiado, del parecer de los empleados, tal y como había llegado. 

Aquella no era la primera vez que el teniente Malrien con unas copas de vino encima, se ponía insoportable, y en su borrachera su objetivo era provocar a Francis, cosa que no había podido hacer, porque nunca se lo encontraba; pasado el momento, por ya costumbre, Malrien era llevado a las celdas de castigo de donde Francis lograba hacer que lo sacaran obteniendo el perdón de M. Dubois, esto exasperaba mucho más al teniente, quien acentuaba más el odio que sentía por el capitán Dumont.  Por tal motivo en aquella ocasión Francis sabía que Malrien terminaría profiriendo mil maldiciones contra él, porque iba resuelto a dejar todo a la suerte del teniente sin interceder, por otro lado pensaba que hasta cierto punto, Malrien, era su responsabilidad por estar bajo su mando, así que fuera fastidiado o no Francis llegó tan violento como había partido horas antes, desmontó en la entrada del palacete de los guardias y camino sin detenerse hasta las mazmorras donde encontró a Malrien derribado en un rincón durmiendo la borrachera que trascendía a metros de distancia.
-          ¡Cabo! – ordenó al soldado que le acompañaba
-          Capitán – contestó, mientras tomaba las llaves de la celda dispuesto a recibir la orden de abrir
-          No, dejad, esta vez no me compete atender el asunto, en esta ocasión el teniente justificará su proceder a M. Dubois, mientras, nadie deberá librarlo de su encierro – y salió

En esta ocasión Francis se encontraba irascible, más que de costumbre, porque el cabo Nantellière era un íntimo del capitán Rohán, un joven que no era de las amistades de Francis, y también por el pobre cabo quien consecuente con su trabajo había sufrido este lance, finalmente era justo que Malrien pagara las consecuencias de sus actos.  Bajo esa consigna Francis visitó al cabo y le prometió hacer reparar la falta de Malrien, después salió del palacete de los guardias rumbo a la despacho de M. Dubois, avanzó por los jardines intermedios y en el justo momento que llegaba a la antesala se detuvo como si de pronto se hubiera solidificado, en frente suyo una mujer de unos treinta y cinco años a lo sumo, de distinguida apariencia le sonreía, él se inclinó saludándola y ella le retornó el saludo y continuó su camino en compañía de sus damas.  Francis se sentía vehemente, al punto de querer seguir a aquella mujer, mas se detuvo y continuo su camino al despacho recordando el significado de aquella mujer en los últimos meses.

Hubo un tiempo que M. Artagnan, el gran capitán de mosqueteros del Rey, brindaba a Francis el afecto de un hijo, incluso llegó a aceptar, no muy de buena gana, el que su pupilo tomara  el camino de las armas con los guardias de su Majestad y no así con los mosqueteros del Rey, donde hubiera gozado de un trato preferencial y no, por el contrario, pasar por un simple postulante; claro que  gracias a ello fue que conoció a aquella dama con la que se había cruzado cerca al despacho de M. Dubois, la duquesa d’Enghen, a la cual auxilio en un momento que se la acusaba de traición al reino, primero la ayudo a escapar de sus carceleros, que la seguían por el camino de Nantes y luego entregó las pruebas de su inocencia, toda esta aventura finalizó con la gratitud de la condesa.  Sin embargo no terminó ahí, tomando en cuenta que los carceleros eran los mosqueteros de M. Artagnan y que Francis sabía por referencias de su mismo tutor toda la historia de la duquesa, y esto sólo sirvió para crear conflictos entre ambos, siendo que uno pensaba que el otro le había sido desleal, por agregar que la aventura le confería pasar de ser un teniente de segunda división a uno de primera.

Fue de ese modo que Francis cavilaba sobre el pasado, sobre la disyuntiva de aquella ocasión, ser leal a la amistad o al corazón, porque ese era el problema, había sido desleal a la amistad de aquel hombre, pero leal a su corazón, esto era difícil de explicar a un hombre que tenía en primera línea de valores a la amistad, a una especie de padre que le había desterrado de su corazón con las palabras más duras.  La puerta del despacho se abrió cuando llegaba y M.  Dubois salió acompañado de M. Artagnan, el primero le sonrió complacido, como indicándoles a los de su derredor cuanto le placía ver a su mejor soldado, el segundo, en cambio, saludo con un incline leve y después simplemente desvío la mirada.  Francis comprendió y simplemente cedió el paso a aquellos dos hombres que infundían el respeto de todos.

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