Como lo había
ordenado M. Dubois, Francis gozaba de tres días antes de salir en servicio, por
ello pensaba dejar su destacamento y salir en busca de quietud en casa del
conde de Neufchatel, su protector. Con
este pensamiento lo primero que hizo al levantarse fue pasar a revisar a su
tropa, buscó al teniente Nantellierre, un hombre flemático y eficiente, al
quien dejó informado de sus futuras ausencias y luego de delegarle los asuntos
pendientes, salió a las caballerizas.
Jean Francis Dumont, ostentando un titulo, el de vizconde de Richemont
El capitán Dumont
era una especie centauro mitológico, el caballo y él eran complemento el uno
del otro, y todo ello se debía a dos selectos animales de ralea, la primera
montura del capitán era el bien bautizado Mutin un revoltoso de unos cuatro
años que tenía el pelaje entremezclado entre café oscuro a negro, con crines
rubias y el porte de un presuntuoso, mas era dócil en cualquier tipo de situación;
la segunda era una yegua azabache, la que codició poseer M. Dubois, una jaca
arisca que el conde Neufchatel, su protector, había rescatado de las
caballerizas del rey, donde nadie podía domarla, el aire solemne le había
distinguido como Musa.
En las caballerizas
encontró al teniente de los caballos-ligeros M. Carnat, un hombre entrado en
años que le hizo un saludo militar.
-
Capitán Dumont, tengo preparada
vuestra cabalgadura – M. Carnat, con una seña, envió a su ayudante, quien veloz
desapareció entre los cobertizos.
-
Justamente hoy venía en busca suya
M. Carnat
-
Decidme capitán... acaso tenéis
alguna queja de estos inútiles ayudantes, si es así...
-
Despreocupaos que sólo es una
petición que tengo que haceros
-
Hablad capitán, si esta en mí
complaceros...
-
Dentro de tres días saldré de
Paris, necesito una buena cabalgadura como mi yegua Musa. ¿Quién más que vos para prepararla? A menos que prefiráis que la lleve a las
caballerizas de su majestad, vuestro correligionario M. Ouen estaría dispuesto a tomar el trabajo por
vos
-
¡Capitán! ¿Seríais capaz? –
protestó encendido de rabia - Ofenderme de ese modo, cuando yo os estimo – dijo
el anciano con los ojos suplicantes, mientras Francis se encogía de hombros –
yo que siempre he sido partidario vuestro.
Incluso me he ganado la antipatía del capitán Rohán
-
Vuestros problemas con los demás,
entre ellos, los del capitán Rohán, son asuntos que no vienen al caso – agregó
con aspereza – y yo no tengo ningún problema con él...
-
Señor – señaló M. Carnat,
percibiendo su falta – perdonad, tenéis razón, mis problemas son míos y no me
corresponde hacer alianzas de expiación.
De nuevo, perdonad la ligereza de mis palabras. Ordenad que trasladen a
vuestra yegua, os prometo tenerla lista para vuestro viaje.
En ese
instante el ayudante de M. Carnat se acerco con el vivaz Mutin y entregó las
riendas al capitán, que contrariado por el mal comentario, no agregó más
palabra y montando espoleó al caballo para alejarse con prontitud.
La calles de Paris alojan mundos complejos y
distintos, desde el lóbrego caminar de los que ya no poseen nada, hasta los que
habitan en el olvido de aquellas sombras. Lejos del bullicio del saqueo, una
carroza jalada por dos caballos atravesaba la calle de las Torneilles, casi al
llegar al termino de ésta, en la esquina con la callejuela de Saint Sulpice, un
alto y grueso muro se levantaba alrededor de un extenso terreno, ocultando el
interior a la vista de cualquier extraño, solamente un gran portón de aspecto
sobrio, con inmensas rejas que contenían en el centro dos leones en bronce,
abría paso al visitante. Es aquí donde
la carroza se detuvo, el cochero toco la campana de la entrada, y con prontitud
un jovenzuelo abrió las gruesas puertas para recibir al visitante. Dentro, una hilera de árboles se extendía
contra el muro, ocultando la cerca con el exterior, en el centro se elevaba una
elegante casona, con inmensos ventanales, raras para la época, rodeada por
amplios jardines, el sólo observar tal edificación era atravesar las fronteras
y encontrarse en otra cuna, la paradójica combinación de elegancia francesa
mezclada con la fantasía decorativa oriental.
La carroza avanzó por la vereda hasta llegar a la puerta de la casona,
se elevaban unas cuantas escalinatas que terminaban donde empezaba un arco, con
los pilares tallados, que abrían paso a una puerta, que de manera similar al
portón de entrada, tenía tallados dos leones sentados contemplándose frente a frente.
Un hombre delgado y de finas trazas, más o
menos de unos cuarenta ocho años descendió del carruaje, subió las escasas
escalinatas y se acercó a la puerta, que para su asombro se abrió, como si le
hubiesen estado esperando. Una doncella
salió a su encuentro:
-
Señor de Herblay - habló, haciendo un saludo y señalándole el
interior, le guió hacia un gran salón -
El señor vizconde no demora en llegar, me ha proporcionado vuestras señas
ilustrísima, y me ha indicado que os atienda con prontitud.
Por dentro, la casa no era menos que por
fuera, amoblada de una manera elegante, mostraba su magnificencia en los
enormes cuadros con obras italianas de envergadura, los detalles de las
cortinas sobrias y elegantes, muros enteros en los cuales se mostraba un sinfín
de armamento, y la infinidad de detalles que demostraban el escrúpulo con el
que todo fue acomodado. Todo aquello era
ensalzado por unas escalinatas que llevaban al piso superior de la casa,
adornados, singularmente, con dos leones esculpidos, con gran detalle. Una extraña ostentosidad que el conde de
Neufchatel, protector de Francis, raramente exhibía, pero el conde era un hombre que sumaba las riquezas
heredadas con las de las victorias en el campo de batalla, y Aramis, o Herblay
si prefieren, lo sabía porque lo conocía desde tiempos venturosos donde el amor
era efímero.
El conde de Neufchatel había salvado la vida
de Francis, cuando solo era un niño, en una revuelta de aquellas que daban
inicio a lo que después sería la Fronda. Desde
entonces Francis era como el hijo adoptivo del conde, él cual solo tenía una
hija, le cedió parte de sus bienes y un titulo de vizconde, con la esperanza
que algún día el hijo postizo solidificara los lazos de unión con él, mediante
su hija.
Unos minutos pasaron, desde que Aramis había
quedado solo en el gran salón, cuando el sonido de los cascos de un caballo por
la vereda terminaron con el silencio, la doncella corrió a abrir la puerta pero
llegó tarde.
-
¡Irene! ¡¿Donde esta Jacques?! –
reprendió a la muchacha
-
Ha salido por orden de vuestro
padre. Señor vizconde... vuestro
invitado – agregó tímidamente.
-
¡Herblay! – expresó con jubilo
observando a Aramis, para luego ordenar a la doncella – Cuando regrese, dile
que M. Carnat espera a Musa en las caballerizas – y a una seña de Francis se
retiró. - Confío que vuestra ilustrísima, no se haya fastidiado por la espera
-
¡Francis! – exclamó Aramis
abrazando afectuosamente a su antiguo pupilo – no existe necesidad de utilizar títulos, que
gustarían mucho al cardenal Mazarino pero no a mí.
-
Convengo que vos ya no sois un
prelado, ni un simple abate, a pesar que aparentáis una modesta posición, no me
engaño al veros en tan buena situación
-
¡Bah! Confundís las cosas – manifestó con disimulo-
Si os referís a la carroza, se me cedió, una gentileza de alguien que si tiene
importancia
Pero a Francis le bastaba mirar a Aramis y
juntar los hechos recientes en la plaza, para darse cuenta que el ex mosquetero
estaba en medio de alguna maquinación y que pretendía esconder reaccionando de
manera ingenua.
-
No he acudido aquí para hablar
sobre mí, ansío me contéis sobre vuestra vida - Aramis desvió la conversación y
advirtiéndolo Francis no insistió
-
¡Que queréis! ¿Qué os cuente de lo
mal que me habéis tratado hace años? O
preferís que os refiera el disgusto que me habéis causado
-
¡Disgusto! ¿Por qué?
-
Os parece poco, un día partir sin
un adiós, sin persona que me diera referencia de vos. Debí haber sido un escollo para vos y
vuestros planes
-
Juzgáis de mala manera, yo os
tenía y os tengo un gran afecto, pero mis obligaciones. Sabéis bien que mi vida
la he consagrado al apostolado y esta no tiene hora ni fecha en la cual se
tenga que emigrar. Espero comprendáis mi
posición, me propuse informar a Artagnan y deje le noticias mías hace un
tiempo, por ahí nos reencontramos por ciertos asuntos de honor, seguro que él
os informó; después salí de Francia por un tiempo y regresé por unas cosas nada
agradables, no encontré tiempo para buscaros, pero al fin el destino es siempre
más fuerte, veis como nos hemos reunido una vez más.
-
Reitero, nadie me ha dicho nada
sobre vos
-
¿Cómo? Pero si Artagnan y vos... en la misma ciudad,
atravesáis el palacio y cruzáis las mismas calles, no entiendo,... sé que ahora dirige a los mosqueteros del rey
ya que M. Treville se ha visto impedido de seguir al frente a causa de su salud
-
Una historia un tanto extensa, no
deseo agobiaros ahora
-
Explicad os lo exijo, aunque sea
preciso quedarse aquí hasta mañana.
-
Otorgadme la fe de la duda –
expresó sonriendo tristemente – soy inocente de todo hecho que se ha referido a
Artagnan, sobre mi persona. Para que
amargar este encuentro con tristes peleas del pasado, recordando viejas
discusiones entre ambos.
Francis terminó y calló, la sala se inundo
con el silencio del alumno frente al tutor de un día, Aramis observaba en el
rostro de Francis un mundo que había cambiado y que desconocía.
-
¡Querido mío! Artagnan es
impulsivo como él solo. Sin duda ha hecho conjeturas que no os corresponden,
pero aseguro que todo aquello que habrá dicho al calor de alguna discusión, es
una muestra de cuanto os estima, y lo más loable sería sacarle del mal concepto
en que decís que os tiene, buscare a Artagnan...
-
La verdad, no os lo aconsejaría
-
¿Dudáis que pueda hacerlo?
-
No, pero lo cierto es que ya no es
de mi interés
-
¿Será posible? ¡Perder un amigo
como Artagnan! –exclamó con asombro Aramis, sin poder aun entender las razones
de Francis.
-
Es solamente la verdad, hace unos
años yo hubiera muerto en nombre de la amistad sin embargo... Perdonadme, pero
es algo que no me agrada relatar...
La campanilla sonó ese momento y la pequeña
Irene corrió a abrir, por el recibidor apareció una muchacha de unos dieciséis
años, con la cabellera blonda, de ojos azules y mirar tímido, Francis extendió la mano invitándola a pasar y ella la suya
observándole con alegría sin reparar, hasta entonces, en la presencia de Aramis
-
Excusadme señor – saludó, observando a Aramis, mientras Francis
la ingresaba al gran salón.
-
Señor de Herblay, espero recordéis
a mi hermana Maria Louise Durango, Madame de Mortemer, hija de vuestro amigo el
conde de Neufchatel.
-
Habéis florecido como las rosas de
vuestro encantador jardín, sin duda me habéis olvidado, erais sólo una niña
cuando marché y ahora sois una hermosa dama -
agregó Aramis inclinándose y besando la mano de la muchacha, sin
perdérsele aquel toque galante de cuando era un mosquetero.
-
Esta dama ha sido para mí la
hermana, la amiga, la cómplice...
-
Y que pronto dejareis de tener –
sonrió tímidamente – Perdonad querido Francis, excusad señor Herblay, pero debo
marchar, he prometido a Lucia estar en el almuerzo, sabéis es su cumpleaños – y
añadió con el rubor en las mejillas – yo venía a haceros extensa la invitación
de Lucia pero comprendo que debéis atender a vuestro invitado
-
Os prometo querida Maria, esta
noche, en el teatro...
-
¡Oh! Me conformo con saber que
asistiréis – expresó con alegría, observando a Francis como si no existiese el
mundo. Cohibida por la presencia de
Aramis, se retiró haciendo un incline con la cabeza – perdonad señor de
Herblay, pero os prometo, con la venia de mi padre, brindaros un paseo en
alguna ocasión que sea mas favorable.
-
Me será grato alguna vez compartir
unos instantes en vuestra presencia – con un beso en la mano se despidió de
ella, quien desapareció a la vista de Francis, quien no dejaba de observarla.
Una vez que volvieron a estar solos, Francis
vio en la expresión de Aramis un aspecto risueño.
-
¡Oh Aramis! Sin temor a
equivocarme, puedo asegurar que os engañáis,
esa mujer es sólo mi hermana
¿Acaso creéis que no os conozco?
-
En eso si concordamos, vos aun me
conocéis, pero yo parece que os estuviera conociendo recién hoy
-
Exageraciones vuestras
-
La verdad no, desde que os vi ayer
en la noche parece que volviera a conoceros de nuevo, en vuestro rostro ya no
veo la felicidad, mas perdonadme por lo que voy a decir, parecéis
apesadumbrado, sin embargo tenéis todo lo que se puede desear en la vida, una
casa elegante, fortuna, el conde que os ama como si fuerais su hijo, y
válgamele decirlo, tenéis a una niña casi mujer, que podría jurar que os ama.
-
¡Aramis!
-
La verdad, sólo eso y si por
decirla vos os enfadáis, pues yo ya no sé que pensar
-
Si os referís, a todo este mundo
que me rodea, os concedo la razón, pero no neguéis que vos siendo mosquetero,
pudisteis acceder a esta clase de vida, mas sin embargo fue más imperioso el
llamado que sentisteis por vuestra vocación
-
Así fue, pero yo era solo un
mosquetero interino, sin posición alguna en esta sociedad...
-
Desposándoos con alguna dama, que
os haya querido, hubieseis logrado todo, como lo hizo vuestro amigo Porthos.
-
Porthos lo hizo por vanidad, y la
vanidad es un pecado imperdonable – dijo sonrojándose – considerad, querido,
que todo ello es parte del carácter de mi buen Porthos, pero no el mío
-
Entonces... ¿Ni por amor?
-
Yo tenía un camino trazado, desde
antes de ser un mosquetero, sin embargo el ser un militar fue un alto para
luego continuar...
-
Vuestra sagrada orden... Los
jesuitas
-
Si, pero presumo que ni por amor
hubiera dejado la sotana
-
¿Tal vez por un hijo?
-
Pregunta muy difícil, como soy muy
poco serviría de padre, cuando tan mal puedo atender a mi rebaño.
Un silencio se hizo presente nuevamente en
la habitación, Aramis vio que las palabras proferidas al final, pusieron a su
antiguo alumno en un estado de melancolía que no sabía entender. La puerta se abrió y la pequeña Irene
apareció y sirvió unas copas de vino a los dos interlocutores, que pronto
quedaron nuevamente solos.
-
¿Qué os sucede? – rompió el
silencio Aramis
-
Nada – respondió e hizo una pausa
para acabar la copa de vino en su mano de un sorbo - simplemente me siento viejo
-
¡Bah! No exageréis, si habéis vivido menos de la
mitad de la vida que he llevado, y no me quejo, yo también he tenido malos
ratos y no por eso me dejo mortificar, sino ¿Donde hubiera acabado?
-
No creáis que es amargura lo que
siento.
-
Entonces podéis explicarme, el
motivo de vuestro cambio
-
¿Cambio?
-
No os hagáis el desentendido,
antes de que marchara erais un muchacho algo misterioso, si, pero lozano, erais
como la tierra al contacto del agua, absorbías cada cosa que os enseñaba,
parecías feliz...
-
La felicidad es algo pasajera, creedme
que lo he comprobado.
-
Si lo decís, por el malentendido
con Artagnan, hay formas de solucionarlo
-
Yo os he dicho que ha dejado de
importarme tal asunto...
-
Es que no puedo dar crédito a
vuestras palabras, decís “Ya no es de mi interés” Cuando su amistad vale cien veces más que la
amistad de un cortesano cualquiera, ¿Cómo no defendéis aquello que os ha
brindado? - insistía Aramis porque no concebiría perder a su bien amado gascón,
a su amigo Artagnan, que mil veces y una había jugado una suerte de situaciones.
-
Comprendo, es difícil de entender,
es vuestro amigo de toda una vida
-
¡Y eso! Yo he tenido mis
diferencias con ese gascón, más veces de las que os figuráis, pero eso no quita
que él sea para mi un amigo, un hermano...
-
¡Oh si pudiera! Decir tantas cosas
que están entremezcladas...
-
Señor – interrumpió una empleada cincuentona con
aspecto risueño
-
Que deseas Georgina
-
El señor conde ha llegado y me
manda a deciros que le molesta de sobremanera almorzar solo y que tengáis en
cuenta el pasar con vuestro invitado al comedor
-
Bien, diga al conde que pasamos
enseguida al comedor
Georgina salió y Aramis tuvo que resignarse
a dejarlo todo como estaba, Francis entro en un mutis, mientras ambos se
dirigían al comedor, donde el conde los esperaba, al verlos entrar, se aproximo
a saludar a Aramis
-
¿Cuánto tiempo os habéis
desaparecido, Aramis... o como es que debo llamaros ahora ...señor de Herblay... Ilustrísima...?
-
¡Conde! Somos amigos más tiempo
que estos nombres y títulos
-
Sentémonos entonces como buenos
amigos y disfrutemos estar juntos.
-
Señor – Georgina se presentó con
un soldado al lado
-
¡Pero Georgina! ¿Por qué habéis dejado entrar a este joven? –
dijo con malhumor el conde
-
Señor, dice que tiene que hablar
con urgencia con el señor vizconde.
Francis reparó en el soldado en ese momento,
el cual venía azorado, se veía en la expresión cansada que tenía la urgencia a
la cual había hecho mención Georgina, ordenó que el soldado le siguiese y le
llevó al despacho de la casa, el cual se encontraba al lado del gran salón,
donde momentos antes Aramis y Francis habían conversado largamente
-
Que ha acontecido para que
importunéis de esta manera, hablad
-
Capitán, a ocurrido un terrible
altercado entre el teniente Nantellierre y el teniente Malrien
-
¿Explicaos? – inquirió con un tono
autoritario
-
Conocéis el carácter del teniente
Malrien que al parecer con unas copas demás a llegado al cuartel y viendo que
no os hallabais se ha enfurecido más, el teniente Nantellière trató de
detenerlo y hacerlo entrar en razón, pero el teniente le ha insultado hasta que
el cabo ha perdido la paciencia y se han batido sin que nadie pudiese
detenerlos
-
¿Y M. Dubois que ha dicho?
-
Nada, porque no ha llegado aun,
además...
-
¿Qué?
-
Sabéis que el teniente Malrien es
un excelente esgrimista y el teniente Nantellière no ha podido parar uno de los
golpes...
-
Retiraos soldado – cortó con
brusquedad
Saludó y salió sin proferir más
palabra. Francis volvió al salón
contrariado.
-
Como podéis advertir – dijo
Francis con un toque de enojo – no podré compartir el almuerzo con vosotros,
pido que disculpéis mi falta Aramis, pero sabéis que cuando uno esta en
servicio, no hay hora que uno sea libre.
-
No os preocupéis, estaré en Paris
unas semanas, y hay tiempo para que volvamos a platicar de tantas cosas.
Y salió fastidiado, del parecer de los
empleados, tal y como había llegado.
Aquella no era la primera vez que el
teniente Malrien con unas copas de vino encima, se ponía insoportable, y en su
borrachera su objetivo era provocar a Francis, cosa que no había podido hacer,
porque nunca se lo encontraba; pasado el momento, por ya costumbre, Malrien era
llevado a las celdas de castigo de donde Francis lograba hacer que lo sacaran
obteniendo el perdón de M. Dubois, esto exasperaba mucho más al teniente, quien
acentuaba más el odio que sentía por el capitán Dumont. Por tal motivo en aquella ocasión Francis
sabía que Malrien terminaría profiriendo mil maldiciones contra él, porque iba
resuelto a dejar todo a la suerte del teniente sin interceder, por otro lado
pensaba que hasta cierto punto, Malrien, era su responsabilidad por estar bajo
su mando, así que fuera fastidiado o no Francis llegó tan violento como había
partido horas antes, desmontó en la entrada del palacete de los guardias y
camino sin detenerse hasta las mazmorras donde encontró a Malrien derribado en
un rincón durmiendo la borrachera que trascendía a metros de distancia.
-
¡Cabo! – ordenó al soldado que le
acompañaba
-
Capitán – contestó, mientras
tomaba las llaves de la celda dispuesto a recibir la orden de abrir
-
No, dejad, esta vez no me compete
atender el asunto, en esta ocasión el teniente justificará su proceder a M.
Dubois, mientras, nadie deberá librarlo de su encierro – y salió
En esta ocasión Francis se encontraba
irascible, más que de costumbre, porque el cabo Nantellière era un íntimo del
capitán Rohán, un joven que no era de las amistades de Francis, y también por
el pobre cabo quien consecuente con su trabajo había sufrido este lance,
finalmente era justo que Malrien pagara las consecuencias de sus actos. Bajo esa consigna Francis visitó al cabo y le
prometió hacer reparar la falta de Malrien, después salió del palacete de los
guardias rumbo a la despacho de M. Dubois, avanzó por los jardines intermedios
y en el justo momento que llegaba a la antesala se detuvo como si de pronto se
hubiera solidificado, en frente suyo una mujer de unos treinta y cinco años a
lo sumo, de distinguida apariencia le sonreía, él se inclinó saludándola y ella
le retornó el saludo y continuó su camino en compañía de sus damas. Francis se sentía vehemente, al punto de
querer seguir a aquella mujer, mas se detuvo y continuo su camino al despacho
recordando el significado de aquella mujer en los últimos meses.
Hubo un tiempo que M. Artagnan, el gran
capitán de mosqueteros del Rey, brindaba a Francis el afecto de un hijo,
incluso llegó a aceptar, no muy de buena gana, el que su pupilo tomara el camino de las armas con los guardias de su
Majestad y no así con los mosqueteros del Rey, donde hubiera gozado de un trato
preferencial y no, por el contrario, pasar por un simple postulante; claro
que gracias a ello fue que conoció a
aquella dama con la que se había cruzado cerca al despacho de M. Dubois, la
duquesa d’Enghen, a la cual auxilio en un momento que se la acusaba de traición
al reino, primero la ayudo a escapar de sus carceleros, que la seguían por el
camino de Nantes y luego entregó las pruebas de su inocencia, toda esta
aventura finalizó con la gratitud de la condesa. Sin embargo no terminó ahí, tomando en cuenta
que los carceleros eran los mosqueteros de M. Artagnan y que Francis sabía por
referencias de su mismo tutor toda la historia de la duquesa, y esto sólo
sirvió para crear conflictos entre ambos, siendo que uno pensaba que el otro le
había sido desleal, por agregar que la aventura le confería pasar de ser un
teniente de segunda división a uno de primera.
Fue de ese modo que Francis cavilaba sobre
el pasado, sobre la disyuntiva de aquella ocasión, ser leal a la amistad o al
corazón, porque ese era el problema, había sido desleal a la amistad de aquel
hombre, pero leal a su corazón, esto era difícil de explicar a un hombre que
tenía en primera línea de valores a la amistad, a una especie de padre que le
había desterrado de su corazón con las palabras más duras. La puerta del despacho se abrió cuando
llegaba y M. Dubois salió acompañado de
M. Artagnan, el primero le sonrió complacido, como indicándoles a los de su
derredor cuanto le placía ver a su mejor soldado, el segundo, en cambio, saludo
con un incline leve y después simplemente desvío la mirada. Francis comprendió y simplemente cedió el
paso a aquellos dos hombres que infundían el respeto de todos.
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