Mil seiscientos cincuenta
y tres y las habituales calderas de Pedro Botero, las noches extraviaban el
sosiego en medio de sombras desplazándose al crepúsculo, habitual cobijo de
infortunados, de aquellos que yacen bajo las guerras y el hambre, donde se
vuelven en pequeñas proyecciones de la
oscuridad, sigilosas y ávidas de justicia, olvidando el pudor y convirtiéndose
en fieras agrestes en pos de sobrevivir en un mundo arrebatado. Hoy como antes la escena parecía ser
invariable, aquellas sombras escudriñaban la existencia de la esperanza,
acogidos por las tinieblas de la noche, se desplazaban como sigilosos cazadores
al acecho, más pronto el relincho asustadizo y la carroza quedan en medio de la
aglomeración, los caballos tirando la carroza comienzan una lid por avanzar
entre la multitud. Un espectro surge de
entre el gentío, una extraña mirada audaz que lleva el azul del día en la
figura de la noche, con ágiles movimientos se lanza con gran prontitud sobre la
carroza, el acero brilla en sus manos, los demás sin comprender los oscuros
motivos de su joven adalid, se arrojan sobre la carroza formando una marea
humana, el cochero detiene la marcha sin poder proseguir. Una escena del león
herido a merced de hormigas carnívoras.
De improviso el ruido de los cascos de un
caballo acercándose generan murmullos, las miradas azoradas se encuentran con
el semblante de un guardia de su majestad montado en un soberbio caballo de
crines rubias, la explosión de su mosquete se pierde en medio del firmamento,
el silencio se trasciende alrededor, continua su marcha hacía la carroza, los
murmullos retornan pero sin inmutarse se abre paso entre la multitud, su
presencia encierra una serenidad casi misteriosa, su caballo se desplaza con
nerviosismo entre la muchedumbre pero el jinete continua impávido observando
con recelo a su alrededor, un recelo casi furibundo que a momentos se
entremezcla con piedad.
-
¡Apartaos del paso! – advirtió al
fin con voz autoritaria y prosiguió – ¿Qué?
¿Acaso queréis ser arrollados?
La gente algo
desconcertada entre empellones y gritos, algunos de protesta otros de temor, se
arremolinaban sobre aquel guardia sin llegar a rozarlo siquiera, rumores se
oían por lo bajo y algo confusos algunos iban cediendo paso al jinete quien se
imponía delante de la carroza como un muro infranqueable que inculcaba un
extraño miedo en sus corazones. El acero
en mano es oculto con presteza por aquel joven líder, que a principios se había
lanzado sobre el coche, su mirada de furia se encuentra con la del guardia, y
pronto al resguardo de la multitud aquel extraño adalid se sumerge en la misma
oscuridad en la que apareció. Detrás del
jinete surgen un grupo de guardias de caballería, armados dispuestos a
abalanzarse sobre la masa, predispuestos a enfrentar a la muerte, la noche los
hace ver amenazadores, sus rostros se desdibujan debajo de las sombras de la
noche. Uno de ellos se acerca respetuosamente al jinete, aun entre las luces
grisas de la luna se distingue el rostro moreno con una cicatriz marcada en el
rostro y la mirada aciaga, toma la carabina y apunta hacia la multitud.
-
¡No disparéis! - advierte el primer jinete a los demás
guardias, el hombre de la cicatriz lo
mira y acalla su ira, en contra de su costumbre – solo dispersad a la multitud,
por hoy es bastante matanza.
-
Capitán Dumont, la disposición es
explícita, proteger esta carroza y su ocupante... – replica el hombre.
-
¡No me competen vuestras
órdenes! Yo soy quien dispone aquí y vos
os sujetáis a mis órdenes...
-
¡Capitán! Debo recordaros que la consigna de M. Dubois
es...
-
Mis órdenes teniente Malrien,
son... – agregó, con hastío sometido, el capitán – que escoltéis esta carroza a su destino y
luego retornéis a palacio – el caballo
hizo un molinete muestra de impaciencia y pavor a la muchedumbre mas el capitán
logró tranquilizar los ánimos del noble animal.
El teniente hallándose afrentado lanzó una mirada de enojo sobre aquel quien le había
humillado pero rápidamente la escondió bajando la cabeza y tomando de las
bridas de su caballo procedió a seguir las órdenes de su capitán.
El tumulto empezaba
a desaparecer entre las calles sombrías, tal como había aparecido. El capitán se acerco a la carroza, el cochero
al observar que se le acercaba se inclinó respetuosamente.
-
Os agradezco capitán Dumont –
expresó el hombre con un tono que hacía notar que conocía bien al capitán –
Aquellos miserables se disponían a desvalijar esta carroza y agredir al
caballero de Herblay.
-
¡¿El caballero de Herblay?! –
interrogó con sorpresa dominada - ¿En Paris?
-
Si capitán, es a quien conduzco.
-
¡Ah! ¡Continuad la marcha Dante!
¿O esperáis por ventura que llegue caminando? – exclamó una voz impaciente que
provenía del interior de la carroza, y una cabeza con expresión serena se asomó
para observar lo que sucedía se encontró con la mirada del capitán Dumont- agradezco vuestro servicio pero debo
continuar mi camino...
-
Tenéis la memoria frágil...
Aramis. ¿El tiempo me desvanece de entre
vuestros recuerdos?
Miró al capitán con
asombro y explorando sus recuerdos encontró para su sorpresa en aquel hombre al
niño que había dejado de ver en mucho tiempo.
Tal vez porque el aspecto risueño y feliz había cambiado, tornándose en
agridulce y hasta melancólico.
-
¡¿Francis?! – se lamentó meneando
la cabeza
-
Veis señor, mis recuerdos de vos
perviven, y en cambio vuestra persona me entierra al paso del tiempo.
-
¡No Francis! Marcho con las
ataduras del deber y después de este brete sumamente contrariado con la
muchedumbre, hostigado como si fuera ejecutor de los reveses de la nación...
¡Pero no! No he olvidado ninguna vivencia pasada, simplemente que el tiempo os
ha transformado en otro, mi memoria recuerda al niño que penosamente logro
reconocer en vos. Mas permitidme veros
de otra forma, en otro lugar... - los ojos de Aramis irradiaron de júbilo, por
un segundo, siendo que raras ocasiones se veía en él ese tipo de reacciones –
donde no se alcen compromisos, ni multitudes entorpezcan esta venturosa
casualidad.
-
La casa de mi protector, bien la
conocéis, buscadme mañana al mediodía.
-
Convenido entonces – a la seña
dada por Aramis el cochero partió a galope llevándose a la tropa como escolta y
dejando tras de sí al capitán Dumont.
El lugar había
quedado desierto, en menos el capitán reflejaba un abatido semblante que al
sólo chillido de impaciencia del caballo desapareció tan fugaz como había
surgido, sacudiendo la cabeza como
reflexionando sus ideas metió espuelas y galopó con diligencia por el lado
contrario de la calle por la que había partido la carroza. En el ínterin reflexionaba sobre lo sucedido,
dejando de lado aquel encuentro empezó a preocuparse por lo sucedido con el
teniente Malrien, muy tarde caía en reparo de las humillaciones hechas delante
de los soldados. Malrien era un hombre a
quien debía temerse más que respetarse, el viejo teniente recordaba su posición
frente a su capitán, pero eso no le detenía a urdir planes de desagravio a las
afrentas sufridas.
Y aquel extraño
capitán que aún contaba con veintiún años, llamado Jean Francis Dumont,
ostentando un titulo, el de vizconde de Richemont, se había granjeado una buena
posición en la Guardia
Real de su majestad, un hombre aún niño con un carácter muy
perspicaz, que desconcertaba a cualquier persona que considerara
conocerlo. Poseía una gran autoridad
sobre sí mismo y en muchas ocasiones como la de esa noche se imponía sobre la
gente, por ello sus compañeros se departían sus respetos hacia el valiente con
sus miedos hacia el desvariado. Todavía
no existía persona que conociese su alma ya que muy poco podía saberse de su
temperamento tan flexible a cada situación que se le presentara, no importa el
ánimo en que se encontrase. Aunque en
alguna ocasión en medio de aquellos abatidos que se arremolinaban creando
conflicto, sus ojos se transformaban y adquirían un brillo de conmiseración que
confundía a propios y extraños, llegando al extremo de tener a un infeliz al
alcance de su espada y dejarlo partir, rebatiendo órdenes.
Hacia el año que
comienza este relato, la
Francia había cambiado por todo el movimiento antimonárquico
que representaba la Fronda,
muy lejos estaban las épocas de Luis XIII, donde el epicentro de los conflictos
estaba lejos de Paris, ahora los disturbios reinaban y la paz no existía. La guardia del rey antes sólo en palacio y
reducida a un grupo menor de escoltas instalada en el frontis de la construcción,
había crecido en número y sentido de la necesidad, terminando por las calles en
patrullas con otras guarniciones como lo eran los mosqueteros, pero todo ello
lo explicaremos mejor más adelante.
Así Francis, que
era como llamaban al capitán sus amigos, sumergido en sus reflexiones arribó a
las puertas del palacio, eran las diez de la noche y todo parecía en calma,
presumiendo que el teniente Malrien habría olvidado el asunto, se desplazó sin
reparos en nadie por el pasillo hacia a su estancia. Ensimismado con el encuentro con Aramis, con
recuerdos que se violentaban dentro de sí, espejos del pasado sellados en un
tiempo parecían retornar.
-
Después de años de ausencia –
murmuraba para sí – de la misma ausencia de Artagnan. ¡Ah!
Sin duda el destino es inflexible – sonrió de manera apesadumbrada – mis
dos tutores deberán volver a ponerse en mi camino - entonces una voz lo sacó de
sus meditaciones.
-
¡Francis! ¡Desgraciado amigo! – exclamó otro guardia
como él, quien tenía en la voz una expresión de aquel quien trae malas
noticias.
-
Lumiere ¿Qué sucede?, ¿Alguna
beligerancia inminente sobre Francia? – le dijo en tono irónico
-
Poco más o menos
-
Explicaos Lumiere, que hoy no
tengo el estoicismo necesario para vuestros acertijos
-
¡He aquí el meollo de la
situación! – inició tomando amigablemente del hombro a su amigo - M. Dubois os aguarda sin duda con la orden
para decapitaros o en el mejor de los casos enviaros a La Bastilla, confiad en lo
que os digo, yo que he sido espectador de cómo os ha hecho convocar y que os
tiene bien esperado por medio regimiento, como veis esto es muy gravísimo.
-
¿Por qué?
-
¡¿Por qué?! Me pasmáis con esa
frialdad. Mas como sois amigo aparentaré
no advertir vuestra indiferencia haré caso al instinto... ¿Sabéis por qué Malrien entró al despacho de
M. Dubois?... Si vos no discernís yo si, yo que conozco a esa ave negra de mal
augurio.
-
No hay necesidad de elevar la voz
Lumiere, a menos que anheléis que os
atraviesen el pellejo o que os arresten por insubordinación... Lumiere sois
cabo y él teniente
-
¿Y qué? Además me estimáis menos de lo que yo os
valoro, ¿Os figuráis que me quedare encogido esperando que Malrien me
atraviese? Y si se dispone
cautelosamente que se me arreste, sea, yo no me escabulliré, si por verdades he
de pagar las consecuencias...
-
No desestiméis a Malrien, ser
teniente es de valía.
-
¡Un grado por antigüedad!
-
¡Bah!. Razonar con vos es discutir con una roca, os
dejo... discutid vos solo, yo voy a percatarme en que historia asisto, además
presumo lo que me espera.
-
Luchad y salid victorioso amigo
mío, yo os ofrecería mi ayuda... pero conociendo a M. Dubois...
Lumiere abarcaba la
significación de M. Dubois, un hombre que semejante a M. Artagnan, capitán de
mosqueteros, se había abierto camino por sí solo, ganándose el respeto de sus
soldados con cada batalla hombro con hombro, siendo finalmente un líder
admirado, y de ser un hombre pobre a uno menos pobre, ya que un hombre grande
es como Aquiles casi invencible y con un punto vulnerable, esa vulnerabilidad,
para M. Dubois, era la afición por invertir su fortuna en hacerse el hombre con
las mejores caballerizas del reino, incluso de las caballerizas del rey, esta
debilidad por obtener hermosos y nobles animales le hacía ofrecer exorbitantes
sumas de dinero. Se podría decir que era un hombre casi feliz, con casi todo,
lo único que en aquellas épocas le hacía falta era una yegua azabache, tan
hermosa a la vista que quedó sorprendido a la primera ocasión que la observó y
ofreció el oro y el moro pero el dueño, un militar reconocido de su majestad, jamás la vendió. Después de la resignación, se propuso olvidar
el asunto, hasta que un día, paseando por las caballerizas del regimiento se
encontró con la misma yegua, en poder de uno de sus subordinados, un guardia
que hasta aquel día había pasado desapercibido por él. Aquel guardia era el
capitán Dumont.
Dichoso e ignorante
de la situación M. Dubois, buscó informes sobre la vida de Francis y cayó en
cuenta que sólo conocía las referencias que el capitán de mosqueteros M.
Artagnan, mosquetero muy respetado por aquellas épocas y conocido suyo, le
había proporcionado y lo cual siempre le había bastado, por tal considero que
Francis debía ser un pobre guardia como los que había visto y que la tentativa
por obtener su capricho se realizaría, pensada de esta manera la situación le
ofreció una suma de dinero para comprarle el animal, mas el capitán se excusó
por rechazar tal negocio y alegó que la yegua era un regalo familiar que no
podía vender. Contrariado pero
sorprendido llegó a comprender que aquel militar, que jamás quiso vender la
yegua, era el protector de su capitán.
Por entonces la mayoría de los nobles, como lo era el militar aquel,
enviaban a sus protegidos, a sus hijos, a campañas de gran envergadura que
resaltasen el hecho de que eran descendientes o protegidos, y encontrar a
alguien de ese rango social siendo un simple guardia era inusual, al menos de
la opinión de M. Dubois.
A los cuarenta y
ocho Edmond Dubois capitán general de la guardia de su majestad aun conservaba
todo el aspecto del mitológico Atlas, perpetuamente con el mundo sobre sus
espaldas. Constantemente ocupado había delegado la autoridad en un inicio en el
teniente Malrien, pero sus constantes infracciones y borracheras continuas
habían hecho que se fijase en el joven Dumont, por ese tiempo con el grado de
teniente, quien todo lo contrario al anterior siempre cumplía el servicio a la
milicia con disciplina y prontitud; sin
embargo, M. Dubois continuaba intrigado por aquel
carácter bravío y misterioso que rodeaba al joven.
M. Dubois era el
inmediato superior de Francis, de cierta manera amaba más a Malrien por haber sido el leal compañero de
batallas en el pasado, pero Francis ostentaba a su favor, la mayoría de las
ocasiones, ser tan eficaz que M. Dubois
no necesitaba explicar detalles de la situación, Francis comprendía tan bien
a M. Dubois en aspectos militares que
finalmente se hizo indispensable, además si alguna duda asediaba a M. Dubois
por el raro carácter del joven militar, prontamente se despejaba por las buenas
referencias que le había dado M. Artagnan, un caballero a quien no se podía
refutar su verdad.
Al llegar a la
puerta, Francis, pensó en retroceder pero una voz le llamó con impaciencia
desde adentro. Entró a la sala de la
cual provenía la voz, en el interior, detrás de un gran escritorio, un hombre
entrecano con la mirada irascible y la impaciencia expresada en el movimiento
de sus manos, lo esperaba.
-
¡Hasta que por fin! ¿Paris tiene calles que os resultan complejas
capitán Dumont?
-
Ruego me excuse M. Dubois, ya sé
lo que os tiene malhumorado.
-
¿Por ventura? Entonces, explicadme si soy acaso un retrato
al que nadie escucha. ¿Por qué desacatasteis la consigna? Las órdenes eran disparar a matar para
proteger y resguardar la carroza, pero
por buena sombra para vos no hay pérdidas que debamos lamentar.
-
M. Dubois ¿Existe queja alguna? No sé de que se me pueda acusar, los fines
para los cuales fui enviado están cumplidos.
Vos sabéis que soy meticuloso con las órdenes y metódico con vuestras
disposiciones. Si me decís lanzaos sobre el enemigo, aunque fuesen cien contra
mí, yo obedezco sin excusas ni objeciones, porque conozco que tenéis vuestras
razones, pero también sé, que más allá de las palabras y escritos de rutina,
M. Dubois procedería conforme vuestro
corazón os lo impusiese.
-
¡Pardiez! ¡¿Ahora apelareis a mi
corazón?! – exclamó con un malhumor que se veía crecer – podéis acaso
explicarme, como supuestamente, os habría ordenado con el corazón.
-
Una mañana hace años, un niño con
hambre y cansancio, en medio del caos, vio como la locura humana puede
sobrepasar los limites de lo aceptable, como la mezcla del hambre con el odio
pueden transformar a personas en animales, destruyendo a sus semejantes, y
también vi como la piedad de una persona puede calmar los ánimos más exacerbados,
ese hombre erais vos que contuvo a la gente con solo palabras y un poco de
piedad. No se necesitaron de soldados,
ni de muertes inútiles. Solo vuestra
persona. Hoy solo hice lo que su corazón
le hubiera mandado hacer, si eso es lo que os molesta y no es de vuestro agrado
mi proceder, vos sois quien manda sobre mí y podéis dictaminar el fin que
tendrá mi desobediencia.
Al oír las palabras
de Francis, M. Dubois se apaciguaba, como la tormenta que se dispersa al soplar
el viento. Francis se había jugado el
todo por el todo, uso la más servil condición sin jamás arrepentirse de su
proceder. Una actitud parecida a la que
M. Artagnan, uno de sus tutores, solía tener frente a situaciones complejas
donde el mostrarse sumiso y humilde sosegaba los ánimos más exaltados; pero en
su mirada llena de orgullo y su apariencia tan contraria a sus palabras, se
asomaba la sombra de M. Aramis a quien le debía esa actitud desafiante que
jamás se opacaba pero al mismo tiempo carecía de liviandad. Así lo entendió M. Dubois, vio insulso ya
luchar por una causa que le había sido ganada de una forma tan estratégica, dio
unos pasos alrededor del sillón y ya nuevamente detrás del escritorio, miró a
Francis, quien firme como una escultura de piedra esperaba alguna orden, M. Dubois sosegado solo dijo:
-
En tres días saldréis a Rouen,
elegid vuestra compañía, tengo una
gestión para vos. Hasta entonces podéis
retiraros.
Francis calló
entendió la muda victoria y con un respetuoso saludo dio la vuelta sobre sus
talones y caminó sin detenerse hasta salir de la habitación. La vereda que alumbrada por la luz de una
luna, ya despejada, le hacían observar al frente una construcción, destinada a
alojar a una gran parte de la
Guardia Real. Una
especie de cuarteles más parecidos a laberintos interminables donde cualquiera
podría perderse, incluso la primera vez Francis se descaminó, perdido en la
maraña de pasillos del lugar; paradójicamente aquella ocasión Malrien, siendo
teniente y él aún cadete, fue quien le impuso el castigo por la falta.
Aquella
construcción constaba de un piso inferior, muy amplio, para los cadetes y
oficiales de grado menor, y un piso superior, destinado a todo los oficiales de
grados superiores o de algún privilegio en particular. Francis estaba en este último, caminando por
la vereda y de frente subiendo por unas amplias escalinatas. Al llegar al piso superior descubrió a
Lumiere apoyado en una de las columnas del pasillo, frente a su habitación,
aburrido y bostezando hasta no poder más, al verlo aparecer rió triunfante.
-
¡Diantres! Si vislumbrara como hacéis para evitar los
castigos de M. Dubois, seguramente me libraría de pasar muchos malos ratos.
-
Mi bien estimado Lumiere, si vos
fueseis menos espectacular con vuestros asuntos, aseguro que os iría mejor, y
finalmente yo solo aclaro ciertos comentarios faltados de verdad que se
dispersan por aquí.
-
Porque no lo expresáis
abiertamente... Los comentarios venenosos de cierta sierpe que lastimosamente
habita a vuestro lado – exclamó mirando a la habitación que Malrien ocupaba al
lado de Francis.
-
No alcéis la voz, y si no queréis
hacerlo por vos, hacedlo por mí, ya tengo muchos problemas con Malrien,
procuro, al menos, tres días de paz antes de marchar
-
¿Adonde os dirigís?
-
Adonde nos dirigimos, porque vos
me seguís
-
Ah! Entonces ¿Adonde nos
dirigimos?
-
Todo a su tiempo, empero averiguad
si Moissette y Montespierre regresaron de Calais, para que informe a M. Dubois.
-
¿Y Baltimore?
-
No, soy mal visto por su capitán,
¿A menos que vos hagáis la solicitud?
-
¿Yo? ¡No!
Los mosqueteros siempre van de malas conmigo, al único que trato es a
Baltimore
-
Entonces mejor evita el hablar de
ello con Baltimore. ¡Chitón!
-
¡Cómo! ¿Dudáis de mi silencio?
-
Os estimo tanto, mas eso no olvida
vuestros defectos. Ahora perdonad pero... si vos no estáis extenuado, yo
sí. He tenido una noche muy atestada de
alborotos.
-
Bien en tal caso que tengáis buena
noche capitán Dumont. – agregó en un tono chancero, que solía usar para
despedirse las noches que descubría a su amigo con el rostro serio y la voz
templada
-
Soldado – respondió burlescamente
con un tono de mando para con el amigo, y se alejaron, el uno entre los
privilegiados y el otro en los no tan privilegiados.